Los
árboles dejaron de tiritar. Las sombras dieron paso a una columna de agua
transparente y luego a otra tan limpia que permitía distinguir el color de los
árboles.
El
bosque se teñía de púrpura; por fin el sol conseguía descender de los escalones
de las nubes. A su antojo se formaron varios focos, tantos como permitía su
falacia: el más voluminoso me irisaba plenamente, brillante como un diamante.
La luz se dividió en colores tan puros como solo la naturaleza sabe fabricar.
Por brillar, me brillaban la luna de las mejillas, mientras los rayos más
hábiles me cegaban los ojos, hasta que vencido por el espejismo dejé caer la
cabeza entre los hombros. El diamante dejó de brillar. La luz se apagó de
momento como un cortocircuito.
El viento gimió comprimido por una mano
invisible. Entonces fue cuando cambió la lluvia. Un torrente de agua fría me
empapó por completo, como si alguien, por descuido, hubiera dejado un grifo
ferozmente abierto.
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