De
noche, llegadas las horas mágicas en las que la hija de mi vecina (una salvaje
por civilizar que grita a diestro y siniestro) ya descansa de su jornada
neardenthal, su madre y su padre descansan de la neardhental y dejan de hacer lo propio, comencé a manejar
con la habilidad que me caracteriza el mando de la televisión y he aquí que
encontré un pequeño especial sobre los cocodrilos, insignes animales
supervivientes a la evolución de las especies, que llevan por bandera el estar
no sólo en el pico de la pirámide depredadora, sino que se comen la pirámide
como se descuiden los que están colocados en ella por debajo.
Entusiasmado,
clavé la mirada en la pantalla de plasma y HD observando las distintas
actividades de estos animales que, según pensaba yo, no sólo llevarían a la
gloria, podrían llevar al infinito y más allá.
En
un momento dado, la cámara tomó de frente los ojos del cocodrilo, parado como
una piedra en la orilla del río donde descansaba plácidamente, y vi que la
oportunidad la pintaban calva. Cuanto más se acercaba la cámara, más me sentía
cercano a la gloria, mirando fijamente esos ojos rasgados de reptil
antediluviano, nada que ver con la simpleza de otros bichos y sus ojillos de
carnero degollado (que como símil queda la mar de bien) más cerca, más aún, y
el corazón comenzó a latirme sin pausa, viéndome en las miles de paradas de
autobuses como protagonista de una fotografía irrepetible, y un título mágico,
eterno… “el hombre que miraba fijamente
al cocodrilo”, quizás un poco repetitivo, pero ojo, eso se convertía en
secundario sabiendo que el amo de la pirámide me miraba y traspasaba la gloria
de millones de años de evolución de las especies.
Más
cerca, más aún y cuando los ojos casi se juntaban con los míos (porque era tal
mi emoción que me estaba acercando a la pantalla de plasma sin darme ni
puñetera cuenta) los colores desaparecieron, los ojos se evaporaron, y un negro
azabache ocupó todas las 1.437 pulgadas de la televisión, de la HD y del canal
completo.
Tras
unos segundos de suspense, en los que volví a la realidad y ocupé de nuevo el
asiento, dejando la ridícula postura de cuatro patas con la que me acerqué al
cocodrilo, la imagen mostró de nuevo al cocodrilo, en la misma postura,
impasible, pero con una pierna cubierta por los trozos de un pantalón vaquero
entre sus dientes, y una especie de mueca hilarante y macabra que acompañaba a
la mirada aviesa con la que seguía los movimientos de la segunda cámara, porque
de la primera y el tipo que debía manejarla, esa que me acercó a la gloria,
quedaban unos cuantos restos.
Instintivamente
salté hacia atrás cuando el bicho ese volvió a mirar de nuevo en mi dirección,
y dado que la pantalla de plasma, la HD y las miles de pulgadas tienen una
definición que no veas, apagué el aparato por si acaso era de tres dimensiones
y me encontraba con el morro lleno de dientes a dos centímetros de mi cara.
Esas
horas, las mágicas de la noche, retomaron el silencio absoluto y brutal de una
realidad en color negro azabache, y comencé a bajar los peldaños de la pirámide
buscando esos animalitos que no necesitaban las filas de afilados dientes para
llegar a la gloria, y aunque no tuviera la oportunidad de llegar tan alto, el
resto de la velada me lo pasé con Liliana, la cebra de peluche que me regalaron
mis sobrinos y que también me mira de aquella manera.
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