No sabía si entrar en el espacio que me daba la vida, aunque realmente ya me encontraba dentro de una manera tan mental que lo real y lo que inunda los sueños se hubieran fundido de manera mística, más allá de la razón y tan cercana a los pensamientos.
El silencio, roto por la Música que comenzaba
a llenar el universo, me mantenía en un estado de ensoñación en el cual la
imagen fija era la ventana que dejaba entrar la frescura y los colores de la
noche, mientras mi imaginación se encargaba de viajar a través de los sueños y
los recuerdos, desgranando poco a poco décadas de vida alrededor de unas
melodías que me hacían (al menos yo lo creía así) diferente.
Un solo de guitarra me poseyó aún sujeto al
pomo de la puerta, recostado sobre el marco, y comencé a llorar. La vieja y
eterna melodía sugería momentos de una tremenda alegría, instantes en los
cuales era capaz de conseguir todo aquello que quisiera, a través de mi mente y
con la única compañía de mis amigos de negro vinilo, que se unían para darme la
gloria.
Esa guitarra desgarraba todas las percepciones
que podía sentir allí, de pie en la entrada de la mágica habitación, y como
contrapunto a su devastador desgarro emocional, los suaves teclados se
fundieron con ella para volver a trasladarme donde nada ni nadie podía
alcanzarme.
Fue entonces, entre esas notas entrelazadas
que componían una preciosa red donde todo se mantenía vivo, cuando sentí en la
lejanía una voces tenues, que poco a poco se iban acercando al espacio que formaban
la realidad y el sueño hecho uno.
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