domingo, 24 de mayo de 2020

Raíles Humanos II


La ponzoña de la miseria ahoga nuestra felicidad, nos golpea a diario, cuando paseamos por las calles en las que pretendemos montar nuestro futuro, con los ojos inyectados en sangre del que pide una hogaza de pan, con las voces de aquellos que necesitan hacerse oír desde su mediocridad, con los signos de la decadencia de nuestra propia especie. 

Un padre lleva a su hijo al colegio, y las preguntas evidentes por lo que rodea asaltan su mente; cómo explicar lo irracional, lo injusto, lo inhumano, lo que nadie quiere y tomamos gratuitamente. El niño desconoce que otro niño como él, en el otro extremo del mundo, cruza una frontera con una carga de explosivos adosados a su cuerpo aún desarrollándose, carne de cañón de miserables que pretenden manejar los destinos de… nadie, porque el destino no son cien muertos, ni mil, ni la raza entera. El niño que camina de la mano de su padre ignora que la última bala perdida vació la vida de un millón de personas, porque volvió a matar las conciencias, porque volvió a cobrar el peaje para evitar ser el siguiente. Su padre sujeta firme la mano, pero su alma tiembla por ese futuro que no puede contar, que se niega a aceptar, y que, sin embargo, está abrazándole con fuerza.

Somos todo, y somos nada, a fin de cuentas sólo somos personas (y algunos tienen de regalo dicho apelativo) y por mucho que lo intentemos, incluso formando parte de esos “privilegiados” que viven a costa de los demás, pagaremos el peaje, pagaremos el aire que respiramos, pagaremos las miserias que hemos creado, pagaremos por provocar que no podamos acariciar a quien tenemos a nuestro lado sin pensar que, quizás, no sea correcto.

El jefe de estación levanta la bandera roja, el tren se pone en marcha, los raíles crujen y se resienten con el paso de las ruedas, indican el camino hacia ninguna parte, nos llevan donde nuestros sueños quieren, estamos dormidos, el despertar será otra cosa.

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