La
ponzoña de la miseria ahoga nuestra felicidad, nos golpea a diario, cuando
paseamos por las calles en las que pretendemos montar nuestro futuro, con los
ojos inyectados en sangre del que pide una hogaza de pan, con las voces de
aquellos que necesitan hacerse oír desde su mediocridad, con los signos de la
decadencia de nuestra propia especie.
Un padre lleva a su hijo al colegio, y
las preguntas evidentes por lo que rodea asaltan su mente; cómo explicar lo
irracional, lo injusto, lo inhumano, lo que nadie quiere y tomamos
gratuitamente. El niño desconoce que otro niño como él, en el otro extremo del
mundo, cruza una frontera con una carga de explosivos adosados a su cuerpo aún
desarrollándose, carne de cañón de miserables que pretenden manejar los
destinos de… nadie, porque el destino no son cien muertos, ni mil, ni la raza
entera. El niño que camina de la mano de su padre ignora que la última bala
perdida vació la vida de un millón de personas, porque volvió a matar las conciencias,
porque volvió a cobrar el peaje para evitar ser el siguiente. Su padre sujeta
firme la mano, pero su alma tiembla por ese futuro que no puede contar, que se
niega a aceptar, y que, sin embargo, está abrazándole con fuerza.
Somos
todo, y somos nada, a fin de cuentas sólo somos personas (y algunos tienen de
regalo dicho apelativo) y por mucho que lo intentemos, incluso formando parte
de esos “privilegiados” que viven a costa de los demás, pagaremos el peaje,
pagaremos el aire que respiramos, pagaremos las miserias que hemos creado,
pagaremos por provocar que no podamos acariciar a quien tenemos a nuestro lado
sin pensar que, quizás, no sea correcto.
El
jefe de estación levanta la bandera roja, el tren se pone en marcha, los raíles
crujen y se resienten con el paso de las ruedas, indican el camino hacia
ninguna parte, nos llevan donde nuestros sueños quieren, estamos dormidos, el
despertar será otra cosa.
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