A
pesar de todo, sólo somos personas (y algunos tienen de regalo dicho apelativo)
y el reloj inexorable del tiempo marca nuestras vidas, para todos, incluso para
los que se creen inmortales y actúan de esa forma. En la autopista de la vida,
no tenemos opciones, pagamos el peaje o nos quedamos fuera, parados, sin lugar
a donde ir. No es un juego, es la parte que nos “sobra” de la vida, es lo que
no podemos controlar, es, en definitiva, casi todo.
Un
adolescente golpea una farola, insiste en su violencia irracional hasta que la
rompe, grita con gestos de triunfo; un adulto llora de rabia por lo que cree
que será el futuro, se pregunta en silencio cómo se ha llegado a esto, y el
adolescente le mira desafiante. No es un andrajoso, no es un desecho humano, es
uno más de los miles de críos que necesitan esa irracionalidad, y eso, al
adulto, le destroza los esquemas. Ya no hay excusa con los inmigrantes, con los
negros, con los mendigos, el adolescente entra en un colegio de pago, viste
ropa de marca, y golpea la puerta de hierro antes de ir a ¿clase?
Una
mujer nota un bulto en el pecho, le recomiendan una necesaria operación sin
peligro aparente. La pregunta rompe el silencio, ¿por qué a mí? y la respuesta
te devuelve a ese peaje que hay que pagar, eres una más, una de tantas, de esas
miles de anónimas que también necesitan operarse, vivir amputadas por el giro
de lo que, a través de los siglos, nos hemos empeñado en hacer a todo lo que
nos rodea, incluido el aire que respiramos. La imagen de su amante
acariciándola sin un pecho puede más, en ocasiones, que el peligro latente de
perder la vida, los pensamientos se dirigen a los demás, los mismos que nos
abandonan cuando entramos en el quirófano, solos, desnudos, sin dinero para ese
peaje que nos hace caminar de nuevo.
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