viernes, 3 de junio de 2011

La Mirada de Nadie

Al girar la esquina me la encontré, apoyada en la pared, con la mirada perdida hacia ninguna parte, hacia el infinito. De pronto, me pareció que todos los sonidos del Universo confluían en un solo punto, iban hacia ella. Todo ese sonido me impedía comunicarme, hablarle, decirle nada. Sentía que estaba lejos, muy lejos, y sin embargo la tenía a un paso. Me acerqué, anduve despacio, tranquilo, sereno. Seguía apoyada en la pared, y su espalda resbalaba sobre ella hasta terminar sentándose sobre sus glúteos, con las piernas flexionadas, las manos vencidas y su cara siguiendo esa estela, esa línea invisible que lleva a ninguna parte. Sus ojos denotaban una tristeza infinita; no sabía por qué, y algo me decía que nunca lo sabría.
El olor a muerte se percibía muy fuerte, cada vez más fuerte. Cuanto más me acercaba a ella, cuanto más sentía su presencia, aunque fuese lentamente, más penetrante era ese olor. Buscaba en mi cerebro, pero nunca había sentido nada igual.
A escasos centímetros de ella, acerqué mi mano, tomé sus dedos, los levanté y no hizo ningún esfuerzo, ningún ademán; no me miró, no podía, porque no sentía, no estaba. Su piel estaba fría, helada. Me incliné buscando su cara, su rostro, pero seguía sin estar. Tomé dulcemente su barbilla y elevé su rostro, provocando que se cruzara con el mío; en ese instante, cuando el olor a todo y a nada se hacía insoportable, desapareció.

Me mantuve en la misma posición, petrificado, sin saber qué hacer. Busqué a mi alrededor sólo con la mirada, busqué en el horizonte, a mis pies, a ambos lados de mi cuerpo y permanecí pegado en la pared, apoyado sobre ella. En ese instante sentí el olor aún más intenso, ese olor que está fuera de lo humano, ese olor que nos dice que ya no somos de aquí, que ya no somos, que nuestra esencia se ha ido, y noté cómo mi piel se iba impregnando, como poco a poco el todo de lo que era esa criatura me estaba tomando, absorbiendo lentamente.
Noté mis pies, mis tobillos, mis piernas. Sentí cómo subía por mi vientre, cómo ocupaba mi torso, y cuando llegó a mi rostro se fundió conmigo, la noté dentro de mí. Mi cerebro diseccionó su imagen, y cuando la tuve “delante” de mis sentidos supe que éramos parte el uno del otro.
No sé cómo ocurrió ni por qué, pero esa criatura a la que sentía perseguirme y a la que yo también perseguía desde hacía tanto tiempo ahora estaba conmigo, no sabía si para siempre o por un instante, pero el olor, la presencia, la sensación, el todo de lo que había sido ahora era algo que mi ser asumía como propio.

El caos y la destrucción que anidaban a mi alrededor iban cubriendo, poco a poco, todo el espacio, el universo. Nada tenía lógica, ya nada era, la sinrazón había vencido de nuevo, otra vez.   
Entre los muros de piedra destruidos, entre los miles de escombros que se encontraban a mi alrededor, mientras los cascotes seguía cayendo sin rozarme, me sentí parte del universo. No me importaba lo que pudiera pasar, no me importaba nada de todo aquello; el olor a muerte, a putrefacción, a seres humanos que ya no existían, todo me era indiferente. El ser al que había seguido, al que buscaba con todas mis ansias, ahora ya era parte de mí, y eso era lo único que significaba algo, lo que me hacía infinito, lo que me hacía sentir diferente de toda aquella podredumbre que ahora cubría este mundo.

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