viernes, 8 de julio de 2011

Lo Que Nunca Fue



Una noche cualquiera y ese lugar al que se denominaba club para no preocupar a la propia conciencia estaba preparado para lo que fuese. Pocas horas antes lo que se presentaba como un lugar donde poder dejarse ir se encontraba sumido en el mayor de los desórdenes, mesas volcadas, desperdicios por todos lados y la evidencia de que muchas veces las celebraciones no son lo que debían ser, sino el refugio para escapar de las frustraciones del día a día.
Todo termina siendo lo que uno quiere, y este caso no era una excepción, cuando la cavernosa estructura del sucio almacén que hacía las veces de lugar de encuentro para desfogarse se transformaba en un lugar que parecía un reino de cuento de hadas.
No puedo dejar de preguntarme, ahora que la distancia y el paso del tiempo han puesto mi memoria y los recuerdos en su lugar, cómo conseguíamos introducirnos en el alma de la gente a través de tres micrófonos que sonaban cuando querían, cuatro altavoces a los que alguna que otra patada soltada con sabiduría hacían funcionar y cuatro instrumentos conseguidos en la maravillosa pero decadente tienda de un tipo que sobrevivía gracias al alquiler de lo que creaban los sueños, o más bien a procurar que esos mismos sueños pudieran hacerse realidad a través de las manos de varios locos sin sentido alguno de lo que no fuese disfrutar, amar la Música y pensar que podíamos llegar a cualquier parte.
Nunca fue un pretexto para hacerlo, simplemente nos dejábamos llevar por el deseo de quererlo, amar lo que durante tanto tiempo nos había hecho sonreír aún en los momentos más crueles de nuestra existencia, y es verdad que había algo de mágico en todo aquello, porque de no ser así hubiera sido impensable creer que entre el humo, el sudor y las voces de la gente totalmente entregada, los sonidos hubieran podido surgir (¡y de qué manera!) para convertirse en lo que durante años, sin faltar nunca a la cita, hizo vibrar las noches de aquél lugar en un rincón apartado del mundo, pero de nuestro mundo.
Nunca he sentido la complicidad como cuando nos mirábamos antes de atacar cualquier tema que sugeríamos sobre la marcha, y jamás he vuelto a sentirme tan vinculado al espíritu de nadie como en aquellos días, cuando los sonidos que emanaban de los instrumentos acariciados por mis compañeros me atravesaban el alma, desgarraban mis entrañas y me empujaban para poder llevarme, a su vez, hasta donde ellos esperaban que estuviera.
Creamos un sueño de la nada más absoluta, y afortunadamente el paso del tiempo ha hecho que todo quede en blanco y negro, en ese espacio de la memoria que nunca se borra, y con ello los gritos de todos los que fueron parte de ese viaje que nos llevó a ninguna parte.

El río parecía querer formar parte del espectáculo, con la brisa que le acompañaba las noches en las que podías escuchar el silencio. Siempre había alguien aguardando antes de esos momentos a los que nos negábamos a llamar conciertos, ni combos, ni... eran nuestras almas subidas a unos tablones de madera que crujían casi hasta hacer de coros en muchos de los temas que sacábamos de nuestros corazones.
La cerveza en la botella, la orilla del río en calma, esa brisa que acariciaba los rostros justo cuando las mesas y el desorden se transformaban en espacio para soñar, y al final del último trago del último de nosotros, una última mirada al agua que corría mansamente por debajo de las piedras milenarias invitándole a unirse a nosotros, y a fe que lo hacía.
La pequeña ventana que se abría tras el espacio que denominaban escenario era lo único que nos unía a todo lo que sabíamos que nos esperaba tras cada noche de sueños imposibles, y a través de ella nos llegaba el olor del río, la sensación de frescura que podíamos sentir a pesar de los cuerpos moviéndose, el humo que cubría la noche, las gargantas aullando metidas de lleno en lo que se creaba, lo que lanzábamos al infinito, y en ese infinito el reflejo de la luna sobre la superficie clara y limpia.
Otra mirada, otro gesto, una sonrisa y la penúltima entrada antes de acabar la noche, o quizás no, por eso era siempre la penúltima, hasta que los enmohecidos altavoces decían basta, o un poco más allá, cuando la patada correspondiente permitía otro intento más, a pesar de los micrófonos mudos, el ambiente irrespirable, la necesidad del trago que no llegaba...
Es cierto, todo termina siendo lo que uno quiere, para nosotros aquél tugurio desvencijado era el olimpo donde nos sentíamos dioses, no hubiéramos podido hacerlo en ningún otro lugar, pero lo que hacíamos allí, justo en ese espacio, a orillas del río que aparecía y desaparecía llevándonos con él en cada golpe de tambor, cada rasgueo en las cuerdas, cada estrofa lanzada a la noche, era algo tan distinto que nadie ha podido recrearlo nunca, porque no se puede reinventar la magia, es imposible reeditar una obra que es por el instante y muere cuando ese instante se ha ido.
También el río vuelve a mí en blanco y negro, pero aún puedo sentir su olor, cuando esperaba el comienzo de todo con la cerveza en la mano, apurando el último trago, cuando sacaba la cabeza por el estrecho ventanuco para respirar antes de...

Nada hacía prever que pudiéramos con ello, sin embargo hacíamos lo que nuestras emociones nos dictaban, y resultaba bastante sencillo hasta para nosotros, porque nunca supimos lo que era la presión de poder equivocarnos, y los rugidos de los pocos que seguían creyendo y terminaban volviendo al río para apurar el último trago entrada ya la madrugada significaban la misma cosa; nada puede ser, simplemente es, déjalo fluir como el agua corre lenta y tranquila a través de su cauce, perdiéndose en el horizonte al igual que la nota sostenida del último compás.
He vuelto a ese lugar muchas veces después de aquello, justo cuando las mesas comienzan a derrumbarse y el caos se apodera del local que hace las veces de... cualquier cosa, y me gusta sentarme en un rincón de la vieja barra que estaba enfrente de la madera que albergaba nuestros sueños, tomando una silla del suelo para poder mirar a los ojos del que sirve la penúltima copa, da el penúltimo saludo, pone la penúltima canción para echar a los que se niegan a ser fuera de sus sueños.
Ya no huele a la frescura de la orilla, ni se siente el agua viajando tranquila hacia el infinito, ahora la luz permite ver los rostros, el silencio es el dueño de las esquinas, el humo no ciega los ojos y las copas no se derraman por la emoción del último solo de guitarra. Sigue gustándome ese rincón, porque soy el espectador de lo que fue mi sueño, permitiéndome volver al blanco y negro y vernos a los cinco locos sonreír frente a la nada, empapados de sudor y pidiendo una copa con la mano, atacando un tema tras otro sin el guión escrito.
Nunca escucho la Música que suena atronadora por el impecable equipo digital, me zambullo en mi propia historia y sigo con la mano el ritmo de cualquier canción que salía de nuestras almas, no necesito que me marquen el ritmo, cuando has vivido un sueño, cuando has estado dentro de él, ya nadie puede arrebatártelo, y yo lo viví, con cuatro iluminados y muchos creyentes que nos hacían de coro cada noche, durante...
El tipo de la “penúltima” me mira, como siempre, entre extrañado e indiferente, soy una foto discordante en este lugar que aún huele a sudor, tabaco y alma, pero en mi memoria, aunque las mesas sigan caídas, el caos perfectamente organizado, y nunca exista la posibilidad de patear los altavoces para que puedan sonar de nuevo.
La puerta se abre, cuatro sombras penetran en el local, esta noche, de nuevo, será posible...



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