miércoles, 5 de marzo de 2014

Cinco Almas...


Estábamos sentados en nuestro lugar habitual, la pequeña mesa que nos permitía sentirnos aislados del mundo, aunque el bar estuviera a rebosar. Sabíamos que nadie que no fuese alguno de nosotros se atrevería a ocuparlo, era como la norma no escrita que se respetaba sin más, los años de visitas habituales habían creado esa especie de vínculo entre el espacio, el encargado del bar y nosotros cinco, los viejos soñadores que aún nos llamábamos amigos y que resistíamos el paso del tiempo entre nuevas formas de relaciones, amantes y parejas y ocasionales formas de expresión intangibles en la red que dominaba el universo, léase internet y sus dioses de rostros invisibles.

Cinco tipos que dejábamos la puerta abierta a cualquier cosa, pero que dos veces a la semana, sino más cuando se podía y nuestras obligaciones personales nos dejaban, buscábamos ese rincón alrededor de la mesa que tenía grabados todos nuestros recuerdos tras años y años de confidencias para alejarnos del mundo y respirar, sentirnos, descubrirnos de nuevo y volver a nacer tras cada jarra de cerveza.

Nada había cambiado después de tanto tiempo, ni las calvicies evidentes en algunos, ni las arrugas por los golpes de la vida en otros, ni los malos rollos que en alguna ocasión hicieron zozobrar la nave, nada nos hizo cambiar nuestra reserva en la hora señalada para volver a enfrentarnos con las caras que habían sido el espejo de nuestras propias vidas, y allí estábamos de nuevo, a la espera de la jarra que nos hacía sentir que el tiempo se detenía, que podíamos volver a arreglar el mundo, que todo era posible si volvíamos a soñar.

Estaba prohibido hablar de las miserias, de los mediocres, de todo lo que pudiera disturbar la armonía en esa especie de burbuja en la que nos aislábamos de todo, porque las que llevábamos cada uno ya eran suficientemente duras como para llenar un tren de recuerdos, así es que, con la mesa rayada por nuestros sueños no cumplidos, húmeda por el hielo de la cerveza recién servida, meciéndose con los golpes en sus viejas patas de madera, derramábamos los acontecimientos de las 96 horas sin vernos y tras la catarsis que suponía entregarnos a las cuatro almas que nos aceptaban por ser uno mismo, retomábamos el partido en el minuto exacto en el cual el sonido del silbato nos hizo saber que éramos dioses, a pesar de no saborear nunca la gloria del triunfo.

Ese día la cerveza comenzaba a calentarse, demasiado tiempo de espera para una silla vacía, la que se apoyaba junto a la pared para no ceder por el peso del poderoso trasero que la ocupaba, demasiado tarde para una reunión tan sagrada como nuestras propias ilusiones, demasiado tiempo...


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