sábado, 6 de agosto de 2011

El Armenio


Aquella tarde, el paseo fue tan corto como de costumbre. Las nubes, inocentemente blancas, se habían imbuido de un pardo amenazador, presagiándome una ducha inminente.
Nunca entendí de nubes. Jamás reparé demasiado en ellas. Me parecían tan simples y caprichosas como las mujeres, aún así, sabía que pronto se abrirían sobre mí aquellas orondas panzas de mentirijilla, hermanadas sobre el abismo azul. Hoy tampoco concluiría mi paseo en la cima de la Sotana.
Evidentemente estaba a merced de las nubes, dado que ya había tomado la ducha de la mañana.
De Norte a Sur observé como avanzaba la piel de lobo sobre las trenzas de las montañas más próximas, cómo tomaba posiciones sobre la base de las sierras más claras para devorar en segundos cualquier balar piadoso. Sin piedad a izquierda y derecha me iban aislando del resto de la naturaleza.
Los brazos de los árboles más altos habían caído maniatados en una sombra sepia inexpresiva tan triste como la pobreza; su verdor palidecía por momentos intimidados por el pendiente marrón. Se agitaban nerviosos contagiándome de un temblor simplón. Parecía que todo el bosque se había puesto de acuerdo para aguarme la tarde, pero yo sabía de quién partía la conspiración...
Los pájaros habían dejado de cantar y buscaban en pos del viento un refugio seguro ante el avance de la nada.
La naturaleza estaba a merced de aquellas féminas caprichosas. Las miré desafiante.
El sol dominguero trataba de asestar puñaladas asesinas en la espalda de las gigantas, pero éstas, sin defenderse, mortificaban los diabólicos rayos, humillándolos en su buhardilla de escalones infinitos.

Si aquél rey no podía contra ellas... ¿Qué podía hacer yo? un ser tan insignificante y desprotegido.

Las miré con ojos bondadosos; algún día habría de acabar aquella pesadilla. Acataba su antojo, pero humildemente trataba de implorar clemencia. Definitivamente, ¿no trataban estas de que me arrojara al suelo? para humillarme más.
La naturaleza no podía ser tan vengativa, ¿o acaso si? Comenzó a llover.
Al principio, las gotas fueron intermitentes y finas, como las lágrimas de los niños enfadados por la negociación de cualquier capricho.
Los árboles dejaron de tiritar. Las sombras dieron paso a una columna de agua transparente y luego a otra tan limpia que permitía distinguir el color de los árboles.
El bosque se teñía de púrpura; por fin el sol conseguía descender de los escalones de las nubes. A su antojo se formaron varios focos, tantos como permitía su falacia: el más voluminoso me irisaba plenamente, brillante como un diamante. La luz se dividió en colores tan puros como solo la naturaleza sabe fabricar. Por brillar, me brillaban la luna de las mejillas, mientras los rayos más hábiles me cegaban los ojos, hasta que vencido por el espejismo dejé caer la cabeza entre los hombros. El diamante dejó de brillar. La luz se apagó de momento como un cortocircuito. El viento gimió comprimido por una mano invisible. Entonces fue cuando cambió la lluvia. Un torrente de agua fría me empapó por completo, como si alguien, por descuido, hubiera dejado un grifo ferozmente abierto.

¡Sabía que no se trataba de un descuido!.
Calado, miré al cielo, pero no pronuncié palabra; aquello no era más que el principio como otras veces, aunque el auténtico principio se remontaba unos años atrás...

Mi padre era judío, llevaba en sus venas sangre amarilla (de parientes afincados en Mongolia y también Armenia) raza esta última en extinción, debido al genocidio turco y a los terremotos de principios de siglo, que causaron miles de muertos, entre los que se encontraba buena parte de la reducida colonia judía.
En las ruinas de aquellas planicies el sol no encontraba obstáculos. La vida se antojaba tan dura como la existencia; sólo existía un sueño, emigrar para salvar el pellejo.

Pero ¿qué es un sueño?
La inocencia de un pensamiento o la ambición de un deseo.
Mi padre tenía un sueño, UN SUEÑO VIRGEN...
¿Acaso no es esa la auténtica realidad de un sueño?
¿Por ello habría de cumplirse?

Después de varios kilómetros con la deriva por norte, evitando las aldeas donde el tifus era más feroz que los hombres, mi padre consiguió atravesar buena parte del sur de Rusia. En el camino se quedó una hermana, y el otro hermano que los acompañaba murió en las puertas de la llanura de Manitch, donde el olor a mar casi era irrespirable.
No había desgracia que le hiciera volver la vista atrás, se abandonó a su suerte caminando como un autómata; dejó a un lado los atajos, las depresiones que facilitan la placidez de las piernas y solo en el mente fijó un punto, una moribunda línea línea recta tan infinita como le fue posible...
Nadie sabe cómo llegó al mar de Azof. Allí conoció a un marinero, que viajaba en dirección a los Alpes Pónticos, donde tenía un tío que se dedicaba a la industria de la madera. Cruzaron juntos el estrecho de Kertch y, atravesando el mar Negro, bordearon el suroeste de Asia hasta llegar al mar de Mármara.
La vida en aquella región parecía muy tranquila, pero sólo fueron los primeros días, hasta que se disipó la fiebre del hijo pródigo.
Asrán, que era como se llamaba mi compañero, era un muchacho fuerte, algo más alto que yo. Lucía un bigote robusto y marítimo, erizado en las quijadas, como un torbellino de mar; su mirada era terrible, tan directa y tan firme que los hombres humillaban los ojos para no desatar su ira. Su tío, para no desaprovechar aquella brabuconería inagotable, le obligaba a realizar los trabajos más fuertes. Ordeñaba, trasquilaba y degollaba cientos de ovejas en una tarde, era un matarife extraordinario. Nada le hacía disfrutar tanto, pero para él, el resto de los trabajos resultaban humillantes. Por la noche, cuando las estrellas brillaban a lo lejos, le encomendaban la guarda de la casa. Su suerte y la mía eran ambivalentes, por un lado compartíamos la intemperie, por otro mi trabajo se reducía al pastoreo.

La vida en el mar era un asco, pero...
¿Dónde estaban los árboles?
¿Dónde el bosque de hayas?
¿Dónde los abedules de finos brazos?
La tala había sido tan indiscriminada...
¿Dónde estaban los animales?
El zorro, el oso gigante, el caballo salvaje...
Se habían marchado todos. Habían EMIGRADO...

Le daba miedo pronunciar aquella palabra. Nunca antes había visto temblar sus labios. Arrugó la frente como los poetas y meditó en el silencio de la noche. Estaba tan apesadumbrado... aquella vida no era para él. Miró al suelo y al ver únicamente tierra, lloró tan tristemente que de su alma se derramaron unas cuantas lágrimas de sal.
A lo lejos. A lo ancho. A lo largo...
La vida siempre era la misma.


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