sábado, 3 de agosto de 2019

Propina I



Abrí la puerta y después de unos segundos me conseguí acostumbrar a la penumbra. En apariencia, todo seguía igual pero, aunque no había dado siquiera un paso, notaba cómo algo en el ambiente, no sabía exactamente qué, no encajaba.
Mi imagen se reflejaba en el espejo del recibidor sin que mis ojos pudiesen comprobar la cantidad de polvo que reposaba sobre el mueble porque estaba tapado con una sábana.

A la izquierda, el gran salón, seis años después, me lo seguía pareciendo y recordé a la perfección los sucesivos cambios y retoques que debió padecer hasta que mi madre le logró dar el aspecto deseado el cual sólo pude imaginar ya que también aquí abundaban las sábanas sobre los muebles. “Dos ambientes” lo denominaba ella. En primer término las librerías, a cada lado de la puerta, aunque sólo en una de ellas había libros y una larguísima mesa con un montón de sillas.  Al fondo los sofás con una mesita baja de mármol entre ellos y el mueble para la televisión. ¡La televisión! Aquel aparato monopolizado por mi padre y en el que únicamente podías ver el programa que querías si tu gusto coincidía con el de él... No necesité acercarme a la terraza. Recordaba los rosales de mi madre, las mesas y sillas de camping y las partidas al tute con mi padre, llenas de trucos (que no trampas) los cuales me servirían para ganar cuando jugaba con mis amigos.

A la derecha, la cocina. Aquí no todo estaba escondido bajo sábanas y el polvo se había hecho dueño de esos espacios. En mi cabeza volví a ser aquella pequeñaja que sentada sobre el suelo, a la luz de las velas, recién llegados a ese piso, pensaba en lo bien que se lo iba a pasar allí o aquella niña que merendaba bocatas de nocilla con un vaso de leche al volver del cole o aquella adolescente que se quitaba horas de sueño para poder acceder a la universidad o aquella veinteañera que, desilusionada, comprobaba cómo un título no le daba la felicidad pero sí un trabajo. Pasé a la terraza y me vi delante del frigorífico, en las noches de invierno, cuando milésimas de segundo para coger un simple bote de mahonesa parecían horas como también me vi, en las tardes de verano, lanzando globos de agua a las terrazas vecinas e intentando no errar en mis lanzamientos.

Regresé al recibidor y vi, aunque ya no estaban allí, los jarrones llenos de aquellas rosas que no me regalaban a mí sino a mi hermana, vi las fotografías con las que adivinabas cómo nos pasaban los años, ahora sí, tanto a mí como a mi hermana y en esas estaba cuando sentí, de repente, que todo encajaba. Aquel maravilloso sonido reapareció y todo en el ambiente volvió a ser como antes. Miré la hora. Las 6 en punto de la tarde, como siempre, como cada tarde desde hacía... No recordaba cuándo comenzó aquel maravilloso sonido porque en el fondo creía que había estado ahí siempre, desde antes incluso de estar yo. Eran las mismas notas. Notas que de manera incomprensible para mí enfadaban a mi familia porque “me desconcentra” se quejaba mi hermana, “me levanta dolor de cabeza” decía mi padre, “no tendrá otra cosa mejor que hacer” opinaba mi madre. Siempre tenían algo que decir al respecto y nunca era bueno. Sin embargo, a mí me provocaba el efecto contrario, multiplicado por tres, porque esas notas, que para mí terminarían siendo increíbles melodías, me relajaban, me tranquilizaban y me permitían soñar, viajar, permanecer en el limbo treinta minutos, que era el tiempo exacto que mi vecino invertía cada día en tocar su trombón.

No sabía su nombre, nunca quise saberlo y, por no saber, me hubiese gustado no saber siquiera su sexo pero antes o después, por muy grande que sea la comunidad de vecinos en la que vives, se terminan refiriendo a todos ellos delante de ti. No me interesaba saber, y afortunadamente nadie me lo dijo nunca, si tocaba el trombón por placer, necesidad o ambas cosas a la vez o en qué dedicaba el resto de su tiempo cuando no tocaba el trombón y la verdad es que no pensaba mucho en él, no llegué siquiera a echar de menos su música porque nunca me dio esa opción. Yo sabía que cada tarde acudiría porque nunca faltaba a nuestra cita de media hora.

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