sábado, 3 de agosto de 2019

Propina II


Justo entonces el sonido cesó. Con qué rapidez pasa unas veces media hora y con qué lentitud otras. Fue como el final de un viaje con aterrizaje no forzoso ya que mi postura seguía siendo la misma que la de treinta minutos antes, de pie, en medio del recibidor. Sacudí la cabeza a ambos lados para alejar definitivamente a mis sueños y volver a la realidad y decidí continuar inspeccionando una casa que no visitaba desde hacía seis años, los años que llevaba trasladada en otra ciudad a la que le había terminado cogiendo también cariño y en la que ya no me sentía una extraña al haberme acostumbrado a ella, o ella a mí, quién sabe. Me había tenido que ir de esa casa y nunca me propuse volver a ella, aunque sí a la ciudad. Entonces me pregunté si tendría algo que ver en mi decisión que en esa casa llegase el día en el que a las 6 en punto de una tarde cualquiera no sucediese nada...

Sin contestarme llegué al cuarto de baño pequeño. Se notaba antiguo, con un mueble pasado de moda, pero era igual de acogedor que antaño. Me senté sobre la tapa del vater, mirando al frente y, como un acto reflejo, me descalcé y puse los pies sobre el radiador como hacia de pequeña cuando llegaba con ellos helados de la calle sólo que ahora estábamos en verano y agradecí el fresquito del radiador sobre la planta de mis pies. Al levantarme comprobé que mis ojos se habían llenado de lágrimas pero preferí no hacerles mucho caso y continué con la habitación de mis padres.

Apenas me detuve en ella recordando los primeros años en los que hubo moqueta para luego cambiarla por parquet. Me gustaba la moqueta, podías andar sobre ella sin que se te congelaran los pies y recordé mi primera siesta tumbada sobre ella cuando todavía no había cama en la habitación. No sé cómo me pude dormir. Subí la persiana y salí a la terraza. Daba a una calle principal, tan transitada como siempre, y mientras la observaba oí algo nada habitual, notas procedentes de un trombón. Regresé rápidamente a la habitación y cerré el ventanal para oír mejor. Esta vez  en lo único que me concentré fue en el sonido. Me obligué a no soñar ni viajar ni pensar en algo ajeno a él y no sé por qué pero me sonó distinto, quizás porque no era nuestra hora. Tampoco duró el mismo tiempo pero fue igual de intenso. No desafinaba, no desentonaba y se entremezclaron las imágenes de mi familia criticando al vecino del trombón. Me pregunté a qué habría venido aquel regalo, aquella, por primera vez, segunda sesión en un día y me contesté que quizás sólo en apariencia todo seguía igual y que sus costumbres también habían cambiado con el paso de seis años.

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