miércoles, 4 de septiembre de 2013

Descuido


Los árboles dejaron de tiritar. Las sombras dieron paso a una columna de agua transparente y luego a otra tan limpia que permitía distinguir el color de los árboles.

El bosque se teñía de púrpura; por fin el sol conseguía descender de los escalones de las nubes. A su antojo se formaron varios focos, tantos como permitía su falacia: el más voluminoso me irisaba plenamente, brillante como un diamante. La luz se dividió en colores tan puros como solo la naturaleza sabe fabricar. Por brillar, me brillaban la luna de las mejillas, mientras los rayos más hábiles me cegaban los ojos, hasta que vencido por el espejismo dejé caer la cabeza entre los hombros. El diamante dejó de brillar. La luz se apagó de momento como un cortocircuito. El viento gimió comprimido por una mano invisible. Entonces fue cuando cambió la lluvia. Un torrente de agua fría me empapó por completo, como si alguien, por descuido, hubiera dejado un grifo ferozmente abierto.
¡Sabía que no se trataba de un descuido!.

Calado, miré al cielo, pero no pronuncié palabra; aquello no era más que el principio como otras veces, aunque el auténtico principio se remontaba unos años atrás...

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