Cuando uno se siente parte de lo que le rodea, y no
un extraño, cualquier sentimiento de cercanía entra hasta lo más profundo del
ser, y es fácil ver la luz y obviar las sombras.
Los sonidos eran inconfundibles
lamentos que el eco en las montañas traía cada mañana, frases devastadoras que
el viento llevaba de una era a otra, poderosos latidos que golpeaban en el
pecho de todos los seres vivos. El lago se llenó de vida, las nubes les
acogieron y los mecieron de un lado a otro, la fina lluvia los empapó, y
crecieron en su interior las semillas de los nuevos elementos, todos aquellos
que los millones de conjuros humanos nunca pudieron crear.
La jornada se encaminaba una vez
más a ser el sueño dentro de la visión eterna del imaginario mundo de mi
interior, y las formas sin forma, los sonidos asonantes, los colores en blanco
y negro tomaban su espacio en mi mente y en mi espíritu, mientras seguía
meciéndome con el suave balanceo que me envolvía de una calma que antes me era
del todo desconocida.
Creímos vivir antes que el viento, pensamos ser más
que el volcán, sin embargo no somos más que humildes moradores de todo lo que
nos es dado sin saber por qué, y en ese letargo llevado por mi espíritu sí me
sentí parte de ello, no quise ir más allá, porque no lo necesitaba.
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