miércoles, 10 de junio de 2020

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No es una afición usual en mi persona, no creáis, pero de vez en cuando me convierto en un sentimental, dentro de los límites que abarco en esa faceta artística, y me acerco por el cementerio de turno en la ciudad en la que me encuentro. Suelo ir solo, no sé si porque el lugar lo requiere, o simplemente que si en algún momento me decido a quedarme allí, nadie tiene por qué saberlo.

Esta peculiar afición me surgió de niño, cuando sin saber qué significaban estos lugares, de la mano de mi padre acompañándole en la visita al panteón familiar, me entretuve leyendo las lápidas por las que pasaba. Desde entonces, al igual que aquél día, recorro pausadamente las distintas calles, algunas de ellas incluso con nombres, como si de ciudades en miniatura se tratara, y me dedico a leer y recopilar lo que los vivos dedican a sus difuntos o lo que los difuntos quisieron que les dedicaran.

Es increíble cómo la mente humana, en los momentos más peculiares, se dispara en imaginación, ironía o mala leche. Algunos dejan el mensaje para que nunca se les olvide, y lanzan balas de plomo entre los ojos; otros dejan claro que afortunadamente el difunto ya no está, y que se lo coman los gusanos; hay casos de amor más allá de la propia vida, aunque siempre dejo un resquicio para pensar que “hay que mantener la imagen de cara a la galería” y por supuesto en esos momentos el de la mala leche soy yo; en ocasiones me he encontrado con auténticas parrafadas escritas sobre la fría losa (parecidas a estas que escribo yo) como si la afición de leer en los cementerios fuese un club de lectura y algunos mantuvieran la idea de ayudar en lo posible.

De lo que no me cabe duda es de que deberían incluirse los epitafios como un arte dentro de las artes, digamos que como la literatura necrológica, porque realmente se pueden escribir volúmenes de interesantes citas sobre el más allá, el más acá, el que se va, el que se queda, los que ya quisieran irse, o los que se fueron sin querer.

En mi caso, por supuesto, yo escribiría mi propio epitafio, con infinitas páginas en blanco para ir rellenándolas con mis experiencias bajo tierra, con los gusanos, los seres del más allá, los abismos demoníacos y demás pasajes que pudieran ocurrirme tras la vida mortal.

Todo se andará, hasta entonces, “El vivo al bollo, y el muerto al hoyo”. Sabiduría popular en estado puro, sí señor.




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