No es una afición usual en mi persona, no creáis,
pero de vez en cuando me convierto en un sentimental, dentro de los límites que
abarco en esa faceta artística, y me acerco por el cementerio de turno en la
ciudad en la que me encuentro. Suelo ir solo, no sé si porque el lugar lo
requiere, o simplemente que si en algún momento me decido a quedarme allí,
nadie tiene por qué saberlo.
Esta peculiar afición me surgió de
niño, cuando sin saber qué significaban estos lugares, de la mano de mi padre
acompañándole en la visita al panteón familiar, me entretuve leyendo las
lápidas por las que pasaba. Desde entonces, al igual que aquél día, recorro
pausadamente las distintas calles, algunas de ellas incluso con nombres, como
si de ciudades en miniatura se tratara, y me dedico a leer y recopilar lo que
los vivos dedican a sus difuntos o lo que los difuntos quisieron que les
dedicaran.
Es increíble cómo la mente humana,
en los momentos más peculiares, se dispara en imaginación, ironía o mala leche.
Algunos dejan el mensaje para que nunca se les olvide, y lanzan balas de plomo
entre los ojos; otros dejan claro que afortunadamente el difunto ya no está, y
que se lo coman los gusanos; hay casos de amor más allá de la propia vida,
aunque siempre dejo un resquicio para pensar que “hay que mantener la imagen de
cara a la galería” y por supuesto en esos momentos el de la mala leche soy yo;
en ocasiones me he encontrado con auténticas parrafadas escritas sobre la fría
losa (parecidas a estas que escribo yo) como si la afición de leer en los
cementerios fuese un club de lectura y algunos mantuvieran la idea de ayudar en
lo posible.
De lo que no me cabe duda es de que
deberían incluirse los epitafios como un arte dentro de las artes, digamos que
como la literatura necrológica, porque realmente se pueden escribir volúmenes
de interesantes citas sobre el más allá, el más acá, el que se va, el que se
queda, los que ya quisieran irse, o los que se fueron sin querer.
En mi caso, por supuesto, yo
escribiría mi propio epitafio, con infinitas páginas en blanco para ir
rellenándolas con mis experiencias bajo tierra, con los gusanos, los seres del
más allá, los abismos demoníacos y demás pasajes que pudieran ocurrirme tras la
vida mortal.
Todo se andará, hasta entonces, “El vivo al bollo, y el muerto al hoyo”.
Sabiduría popular en estado puro, sí señor.
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