Una mañana me levanté con frío, pero no era el frío
que produce la temperatura, eran sensaciones de mi cerebro. Me dirigí hacia la
cocina y miré por la ventana. Una espesa niebla cubría el pequeño parque que
hay frente a la vivienda, y no podía divisar más allá de unos diez metros.
Intenté concentrarme, adivinando lo que se escondería entre la nube que
acariciaba el suelo con su rostro, y me percaté de movimiento como sombras que
iban y venían.
Dos seres sin rostro atravesaban la
mañana y volvían a disiparse entre la humedad del ambiente, danzando sin
sentido sobre la hierba que les invitaba a flotar como una alfombra regia. Noté
cómo mi cuerpo iba retomando la temperatura natural en él, pero la sensación de
frío continuaba conmigo. Abrí la puerta de la pequeña terraza y además de
percibir de nuevo a los dos seres flotando, escuché los sonidos que emanaban de
lo más profundo de la bruma y que se encaminaban hacia el río que corre cerca
de la carretera.
El conjunto de sensaciones se
disparó, y me vi envuelto en la espesa niebla que como una mano tendida me
invitaba a caminar sobre ella y a unirme al baile que se desarrollaba bajo mis
pies.
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