La Música inunda mi
alma, y con ello todo mi ser, trayendo a mi rostro esa sonrisa que lo cubre
cuando los interminables campos de esta tierra se extienden entre el universo y
mi espacio en el vagón, y de nuevo los recuerdos se cruzan con una realidad a
156 kilómetros por hora para divertirme con los interminables bailes y valanceos de los cables de alta tensión, que nos persiguen desde el cielo,
acercándose, alejándose, subiendo, bajando…
De niño mi imaginación
se iba con ellos, creyéndome como un surfero en el cielo, deslizándome sobre el
acero de los cables para saltar al llegar a las torres de alta tensión, que me
servían de trampolín para el nuevo reto a la gravedad, a la realidad y a la
fantasía. Ahora estas torres dan más miedo, gigantes de innombrables formas que
se alzan altivas como parte del poder del hombre sobre la Tierra (ingenuos)
hasta que un rayo las destroza o una “tormenta perfecta” de las que ahora hay
tantas (la perfección se vende barata últimamente) las hace morder el polvo,
ese del que ahora se encuentran tan lejos.
Aún así, los cables y
sus formas me hacen soñar, es una sensación alucinante seguirlos con la mirada,
mientras me acaricia la sutileza de David Gilmour y vuelvo a perderme por ese
espacio tan mío, único, irrepetible.
Cuando entra sin previo
aviso ese corte a contra ritmo que es el “Face
to Face” casi como un impulso retiro la mirada de la ventana y comienzo a
escudriñar los rostros de mis compañeros de coche, no muchos, porque es el más
reducido, pero dispares como siempre. Mi compañera en el asiento de al lado,
que mira de reojo sintiéndose observada, se apunta a la moda de instale un portátil en su vida y navega
por la red acomodada en el asiento, controlando el mundo desde su mano derecha;
me mira ahora con descaro, sonríe y gira la pantalla para hacerme partícipe de
un conjunto de líneas y curvas de colores que no logro entender. Es arquitecto,
visionaria o su cerebro se interrumpe con los colores, pero me da igual, la
Música que me interrumpe a mí salta todas las barreras, la miro, sonrío y me
pierdo en mis sueños.
A través del reflejo
del cristal observo la imagen vencida del que ocupa el asiento delante del mío
que dormita plácidamente con la boca abierta y los ojos en blanco (el traqueteo
de estos modernos caballos no es lo que era, sino habría perdido los dientes
hace rato) mientras que su compañera, a la que diviso a través del espacio
entre los asientos, lee una revista de corte juvenil con mega-hiper-super estrellas guaises, a la última en casi todo (incluida la estupidez de las poses
y los caretos)
Otra miradita de
soslayo de mi compañera, que ahora disfruta de una película en 3D, cuando giro
la vista para observar a los de la fila más allá del pasillo (o sea a unos 120
centímetros) uno hablando sin parar, gesticulando, levantándose, sentándose,
girando a lo Michael Jackson… o sea el showman del vagón y otro que le mira
ensimismado con cara de querer suicidarse, pero que no dice ni mu (todo esto lo
sé por los movimientos de labios y demás, ya que yo estoy a lo mío con la
Música, que me cubre todo lo que tiene que cubrir)
Por último atisbo a ver
la fila delante nuestra pero pasado el pasillo, donde una chica con falda
vaquera y sin zapatos apoya los pies en el asiento de delante para (supongo yo)
relajarse, mientras que se balancea levemente al ritmo de lo que le tiene que
entrar a través de los auriculares rosa fucsia que cubren sus oídos. Me ve, ya
que no para de buscar la postura idónea, y me indica por señas mis auriculares,
sonrío para no hacerle un feo y por el movimiento de sus labios (los de la
boca) reconozco lo que está oyendo en esos instantes, nada menos que el
programa número 63 de El Íncubo.
Alzando el pulgar le demuestro mi contento por tan sabia elección y la pierdo
de vista.
Su compañera de asiento
lleva también un ordenador, pero ésta mira páginas de moda y fashion, supongo,
visto lo visto, que para aprender un poco de todo eso.
El asiento vuelve a
abrazarme, y cerrando los ojos me dejo poseer por la maravillosa “Easter Wind” ese desgarrador grito a
los valles de Irlanda, para volver al paisaje que se mueve al son que el tren
le marca, ahora más calmado, apurando los últimos instantes de otro viaje más,
otro recorrido por mis sueños, más allá de la memoria.
Aún quedan unos diez
minutos de entrega, en los cuales la voz educada y amable de uno de los chicos
con impecable traje azul nos anuncia la llegada a mi destino, aunque todavía
quedan polígonos que recorrer, nuevas urbanizaciones y parajes a medio hacer
por los ingenieros que trazaron el nuevo recorrido de la modernidad.
Es en uno de esos
parajes inertes, donde más cruelmente se nota la mano del hombre, en el que
decido levantarme para el último ritual de cada viaje, coger mis cosas, que en
este caso no es más que mi chambergo negro de crudo invierno, y salir hasta la
separación de los coches (el 9 y el 10 para más señas en este evento) donde
aguardo la llegada definitiva a la estación de destino.
Las ventanas me
permiten de nuevo disfrutar con esos instantes de lentitud, de pausa, en los
cuales las vías te siguen, juegan, saltan, cambian, se cruzan y vuelven como si
tomaran entre sus brazos el convoy al que colocan de forma cuidadosa en su
lugar definitivo para que los que decidimos terminar nos desparramemos por
andenes, escaleras y vestíbulo. La puerta se abre con su ligereza habitual,
gracias al automatismo de no sé qué, y accedo al granito del suelo de la
estación buscando rápidamente la escalera mecánica que me saque de allí, porque
en estos instantes el recuerdo ya no existe, ni el blanco y negro cubre
mis sentidos, necesito escapar para buscar mi mundo, y ya no me fijo en el tren
que se aleja por la larga vía camino de ninguna parte, yo ya he hecho mi camino
y ahora busco el final de mi escapada.
Iron Butterfly llega, dieciséis minutos para seguir, sin hierro bajo mis pies, deslizándome por mis sueños, a fin de cuentas… “In-A-Gadda-Da-Vida”.
¡¡Explicar la Música es como explicar el silencio!!
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