Engordé
cuanto pude, pensando en marcharme cualquier noche, pero decidí esperar a que
Asrán se recuperase de su melancolía. ¡Lo encontraba tan solo!. Ya ni tan
siquiera quería degollar corderos; se negó en redondo haciéndolo extensible a
los demás trabajos. Ni los castigos más cruentos le obligaron a cambiar de aptitud.
Fue azotado noche tras noche, día a día humillado desnudo frente a los labios
del sol, pero de su boca jamás salió un lamento.
En
las noches de luna llena, la planicie se iluminaba plenamente, reflejándose al
fondo las montañas de nalgas pelonas, por donde habíamos venido, doradas por la
bruma de mar.
Por
los cerros caprichosamente abiertos en celo, penetraba un olor marino
inconfesable que le hacía a Asrán olvidar las penurias y recordar de golpe sólo
los buenos momentos.
Una
noche observé cómo le brillaban los ojos a Asrán de manera desmesurada, la luna
en celo a su lado parecía pálida, las órbitas de los ojos buscaban enceladas
detrás de la noche el reino que ocultaba aquella planicie infernal, el mar en
nupcias lo llamaba a su regazo. Ni mis brazos menos fuertes que uno suyo
pudieron detenerlo. Arrojó la vara de pastor sobre la casa que sólo Dios sabe
cómo se mantenía en pie, y corrió, corrió, y corrió...
A
lo lejos sólo se olía un aroma pasional.
Ya
nada podía retenerme.
Pero,
¿por qué había tratado de detener a Asrán?
Quizás
porque no entendía nada de emociones.
Y
la pasión, Asrán corría con pasión.
Pero
en realidad, ¿qué sabía yo lo que alimentaba el corazón?
Miré
la casa, la madera me pareció más renegrida que nunca. Las paredes las
sostenían la soledad de la noche, aferradas a un algo que podía abandonarlas en
cualquier momento, la pobreza era tan patente que la casa parecía producto de
la ilusión, pero ¿por qué juzgaba aquella pobreza? acaso conocía algo distinto,
todos los sitios por donde había pasado eran iguales o peores. Ya que no
esperaba ni buscaba nada me marché indiferente. Observé la chimenea, la brisa
débil lanzaba al aire pequeños cólicos de boñiga de vaca, era un olor
insoportable comparado con la fragancia de las montañas. ¡Tal vez tuviera razón
Asrán!. Junto a ellas, pero a cientos de kilómetros al sur, divisé la espalda
de Asrán, hercúlea se levantaba y encorvaba en la solitaria saya de la noche;
corría tan veloz como la ira de su mirada, nada ni nadie podría detenerlo. La
luz de la luna ni siquiera se atrevía a reflejar su silueta...
Salí
detrás de él. Las huellas de sus pisadas eran tan profundas como la ansiedad de
su corazón.
Al
principio corrí nervioso, tal vez porque quería alcanzarlo cuanto antes.
Después me fui calmando, obligado por el cansancio, el corazón me latía
impaciente, aminoré la marcha, tarde o temprano lo alcanzaría. Era difícil que
mantuviera aquél ritmo infernal, pero ¿quién sabe? vuelvo a repetir que no
sabía nada de pasiones, no comprendía ni el valor, ni la fuerza, de éstas.
La
noche no me permitía ver con nitidez las huellas de Asrán, pero aún así,
después de haber caminado quince o veinte kilómetros, comprobé que eran menos
profundas que cuando salió. Mis pies bailaban en sus siluetas, parecían dos
barcas. Asrán definitivamente había comenzado a navegar...
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