Es posible que en este mundo en el
que nos movemos exista un solo placer, el de estar vivo, y es posible que todo
lo demás sea miseria, pero aún quedan instantes para eludir esa miseria, a
través del poderoso afrodisíaco con el que me elevo por encima de lo terrenal,
mi imaginación, y todo lo que arrastra.
Es esa “hierba” de cultivo
personal, la que comienza a funcionar algunas ocasiones, como esas noches de
soledad aplastante en las que me siento queriendo estar y no pudiendo. El
tiempo, ese inexorable parámetro de nuestras vidas, marca el antes y después en
el conjunto de acontecimientos que me llevan por los insondables caminos de la
búsqueda, y quizás mi cuerpo, y en especial mi mente, lleven demasiado trayecto
sin la tranquilidad necesaria para sentir, en estado puro, y así, sentirme.
Una noche más, una jornada más, los
ojos desorbitados indican que la odisea por recuperar esa necesidad humana del
sueño se acerca lentamente, y el descanso que no llega, junto con la impotencia
de no bostezar me hacen buscar de nuevo esa inseparable amiga de situaciones
imposibles, y esta vez, porque sí, funcionó. No tuve que cerrar los ojos, eso
ya vino solo, pero ni la pantalla del televisor ni la tenue luz que me incita
al sueño me distrajeron de lo que comenzaron a ser imágenes claras en mi mente.
Me encontré en un café, un coqueto
lugar mil veces retratado en las viejas películas parisinas en blanco y negro,
en uno de los muchos rincones del encantador “barrio latino”, mirando por la
ventana e intentando descubrir qué pensaban los transeúntes que desfilaban ante
mis ojos. No sentía la necesidad de moverme, tan sólo el espacio que abarcaba
con mi mirada era un mundo dentro del propio universo recreado, dándose cita
miles de instantes de cualquier situación cotidiana.
Nada de lo que ocurría a mi
alrededor disturbaba el momento, cada sensación se desarrollaba con absoluta
naturalidad, hasta “perder” por completo, y de forma consciente, la fina línea
que en ese momento separaba realidad y ensoñamiento. Percibía cada persona, sus
más íntimos deseos, creados por mí, pero eran parte de ese subconsciente que me
permitía vagar por el infinito espacio de mi imaginación, un lugar sin
límites, embriagándome de mis propias sensaciones.
De pronto, una mano suave, cálida y
amable se posó sobre mi hombro, y al girar la cabeza me encontré con un alma
gemela de emociones contenidas, de desgracias ajenas en el corazón amado, de
llantos por el tercero que se derrumba, me encontré con la mirada dulce de mi
querida amiga de confesiones últimas, me encontré contigo.
La conversación no tardó en llegar,
mientras comenzaba a cerrar los ojos y a sumirme en mi propio sueño, con la
seguridad de la soledad que da la noche cuando sólo tú eres prisionero del
insomnio, y dejé que mi deseo me llevara, que me calmara, que me dijera qué
quería. Nos encontramos hablando de nosotros, de nuestro mundo, de nuestros amores,
de la tristeza del alma, y de pronto, quizás porque el guión lo escribía mi
alma, te tomé de la mano y besé tus dedos, llevándolos uno a uno sobre mis
labios, haciendo que recorrieran el entorno de una boca que quería hablar, pero
que deseaba besar.
Tus ojos entornados por el momento
dejaron paso a una caricia en mi mejilla, a una lágrima furtiva que recorría la
tuya, puede que de felicidad, quizás de comprensión, de anhelo, de emociones
contenidas... y nos vimos paseando por los Campos Elíseos, sujetando el brazo
del otro para evitar escapar, mirando las tiendas sin ver nada, descubriendo la
magia de un momento que no sabíamos por qué se estaba produciendo.
El camino que nuestros pies
marcaban era la senda que les indicaban nuestras almas, dos entes poseídas por
el deseo de vivir, a veces constreñidas por las ganas de hacerlo. Tus ojos en
los míos penetraban hasta lo más profundo de mi mente, atravesaban mis entrañas
y me provocaban esa sensación de felicidad, de paz, que tantas veces me posee
en tu presencia.
Llegamos a ninguna parte, quisimos
estar, estuvimos, nos amamos, descubrimos lo que podíamos saber, lejos de todos
los lugares y del momento, saboreé tu piel excitada, besé tus labios como
siempre quise, me hiciste feliz amándome también, y terminamos con un cuadro de
luces bajo Notre Dame, en la última fotografía que mi mente admitió.
Al igual que el horizonte en una
noche de estrellas infinitas, el fundido en negro de mis sentidos me indicó que
el trayecto llegaba a su fin, y las imágenes nítidas y claras dieron paso a un
torbellino de sensaciones que fueron cubriendo mi mente, mi cuerpo, mi
espíritu, mi ser por completo.
El reloj continuaba su camino
inexorable, marcando las vidas, cada latido del corazón humano, indicando en
números lo que no puede medirse si no es con los sentidos, y la naturaleza,
cuando se transforma en deseo a través de la imaginación, hizo el resto.
No quise irme de aquél “lugar”,
busqué, por una vez, engañar al tiempo, y tuve un poco más de mí mismo,
contigo, con mi mente, arropado por los miles de sueños que me conducen hacia
donde quiero.
Es posible que el único placer sea
el de estar vivo, pero aún, en algunas ocasiones, puedo encontrar algo en la
miseria.
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