domingo, 16 de mayo de 2021

El "Corte" IV

 


Cada movimiento de brazos buscando el pelo y cortando con las tijeras provoca un vaivén rítmico de sus caderas, hacia un lado y otro, o hacia delante y hacia atrás, según la posición tomada para cortar, y mis codos, hombros y antebrazos continúan esa danza desde su estática posición, recibiendo el leve roce de diversas partes de su cuerpo. Las caderas se “pasean” por mis codos, el vientre a su misma altura se desliza por mi brazo, y cuando se decide a terminar su trabajo en lo más alto de mi cabeza, sus pechos y mis hombros se “conocen”. En ese momento, o en momentos anteriores, o en ningún momento, abro los ojos, y observo su rostro, el mismo dulce y tranquilo de antes, reflejando esa calma que transmite, mientras eleva sus brazos para seguir con su labor.

Mi cabeza, por iniciativa propia o por sus movimientos para ayudarse y acceder mejor al corte, está ligeramente inclinada, y con una dulzura ya conocida es elevada para volver a limpiar mi rostro de los miles de indeseados trocitos de pelo que lo llenan.

Mis músculos han vuelto a ese estado de relajación, las piernas estiradas, notando mi vientre con pequeñas palpitaciones por el abandono de la tensión habitual del día a día, y los brazos, a pesar de la postura a la que obliga la silla, descansan “flotando” sobre un cuerpo que no está, o que, simplemente, es un mero visitante en el espacio en el que se encuentra. El último recorrido alrededor de mi ser por la chica para terminar de “limar” esas pequeñas asperezas de las antojadizas formas que toma el pelo la llevan de nuevo a “notarse” con mis codos, mis hombros, mi espalda, y es el último viaje que concedo a mi mente, con los ojos cerrados y situándome en cada lugar que ocupamos los dos.

Ya llegamos al final, la maquinilla toma de nuevo el protagonismo, y elimina las curvas, y equipara rectas a ambos lados de la cara, y “depila” cejas e iguala patillas, en un alarde de precisión. A pesar de mis advertencias de motero incondicional, incluso de enseñar el casco que lo atestigua, el penúltimo tratamiento capilar me es concedido, un poco de gomina que “pega” mis cabellos (escasos ahora) a sus dedos, esas yemas suaves que sugieren por enésima vez cuando son llevadas con la precisión que la chica lo hace. Un último repaso con el cepillo sobre el rostro y de nuevo, con la discreción habitual, una voz apenas perceptible que indica que hemos acabado, que estás listo.

Esta vez no necesito el espejo, la miro a la cara mientras me levanto y me retira la tela negra de mi cuerpo; mantiene la misma sonrisa, las mejillas coloradas, la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha...

También es la encargada de la caja en lo que respecta a mi persona (hoy he tenido el servicio completo, a veces hasta cuatro se turnan) y cuando me indica el precio tiende su mano hacia mí y me despide de la misma forma amable con la que me ha tratado, amabilidad que se extiende por toda la peluquería, donde sus compañeras y clientes (todas mujeres, todas, a pesar del unisex) me despiden contestando a mi “hasta luego”. Tomo mi casco, me coloco la prenda que me cubre y, tras intentar inútilmente sacudirme los millones de pequeños pelos que se agolpan en mi cuello, me dirijo hacia mi moto flotando, ligero, sin estar muy seguro de que lo que dejo atrás sea una peluquería, un cúmulo de sensaciones, vómitos mentales... hasta no sé cuando.

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