El cielo se encontraba
nublado, con la tenue luz de la mañana intentando salir entre los edificios de
hormigón y metal, sintiendo el avance del calendario que avisaba que los días,
cada vez más cortos, iban dejando su huella a la hora de disfrutar de la luz
comenzando la jornada.
El aparatito que en un
minúsculo espacio permitía más de quinientas canciones realizaba su función a
través de los diminutos auriculares que se escondían entre la mata de pelo y
las pequeñas orejas, vomitando uno tras otro temas infinitos, elegidos al azar
(o no tanto) para despertar los sentidos antes del monótono ritual que se
repetía día a día, sin pausa, sin nada que dejara un atisbo a la esperanza para
cambiar.
Miraba al cielo
buscando el juego que las nubes provocaban en el espacio, empujadas por la
suave brisa que hacía sentir el aire fresco de la mañana, y al igual que cuando
era niño, seguía imaginando formas, rostros, objetos en las multiformes
posibilidades que le ofrecían, mientras seguía el ritmo de las melodías que le
atravesaban el cerebro.
Se sentía solo, aislado
del mundo, sin apenas apreciar los sonidos del exterior, y sus ojos
diseccionaban cada figura, cada vehículo, cada persona que atravesaba ese
universo que ocupaba el horizonte hasta donde podía divisar, desde su atalaya
de la parada del autobús, como el Gran
Hermano de la avenida.
En el intervalo ocupado
por el silencio cuando un tema daba paso a otra joya indescifrable, escuchó un
pequeño sonido que alteró la paz de sus sentidos, y volviéndose se encontró
frente a una mujer de aspecto elegante, que olía también al frescor de la
mañana, con una mirada viva, penetrante, y una sonrisa que no podía describir.
Hizo ademán de retirarse uno de los auriculares pero la mano de la mujer se lo
impidió, invitándole a continuar con ellos escuchando la Música.
Pensó que era otro
pasajero esperando el autobús de la mañana, y volvió a su aislamiento, ajeno a
todo lo que no fuera la Música, el devenir cotidiano de cada mañana en forma de
coches, personas… y continuó esperando al número 43 que extrañamente venía con
un ligero retraso.
A los pocos minutos,
ensimismado aún por los aspersores que regaban a su antojo la hierba del
pequeño parque que se encontraba tras la parada, las aceras y la vía para los
vehículos por igual, observó la llegada del autobús, que de forma majestuosa se
detenía para abrir sus puertas a los moradores de una nueva jornada laboral,
madrugadores impenitentes en una ciudad aún dormida. Cedió amablemente el paso
a la mujer y tras saludar con un “buenos días” al conductor, pasó la tarjeta
electrónica que le daba derecho a “disfrutar” del viaje, un recorrido hasta la
puerta del infierno, o mejor dicho, de su infierno, donde las palabras alegría,
motivación, reafirmación… eran sonidos vacíos que se habían caído del
diccionario.
Le encantaba pasar la
tarjetita electrónica, colocándola en la palma de la mano le recordaba algún
truco de magia que le entusiasmaba de niño, cuando el mago enseñaba las cartas
y al mover los dedos éstas desaparecían sin más, y ese mismo gesto, tan
infantil y entrañable le arrancaba una sonrisa, cuando movía los dedos como
queriendo engañar a la máquina que recogía de forma ineludible la nueva
cantidad que aparecía como saldo.
Tras este pequeño
desvarío que le hacía jugar con sus recuerdos, miraba fijamente todo el largo
del autobús para buscar un sitio o bien quedarse de pie, opción ésta que era la
más normal y que además, sabiendo de las horas que pasaría pegado a una silla
no le importaba en absoluto. El hecho de ser aún temporada estival ayudaba, y
al final del vehículo encontró un asiento libre, sin nadie a su lado, y se
prestó a tomarlo, mientras los acordes de otro tema iniciaban su andadura a
través de sus entrañas.
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