Unos “pasos de baile” para entrar en calor, unos momentos íntimos para llevarnos al infinito, unos instantes únicos en los que entrelazábamos nuestras mentes… y ocurría; sentía vibrar la vieja madera de mi “chica” golpeándome el pecho, percibía cada toque de compás de mi maestro seguido de un segundo de éxtasis, escuchaba su voz atravesándome las entrañas, y todas las almas escondidas en nuestros viejos vinilos nos rodeaban en el escenario de nuestros sueños, donde éramos capaces de fundirnos con las estrellas.
Puesto que la música es tu único amigo, danza en fuego como ella decida. La música es tu único amigo, hasta el fin.
El horizonte se presentaba ante nuestros ojos con las siluetas de los pequeños montes que rodeaban el valle. Estábamos a punto de comenzar la prueba de sonido, con los nervios propios de lo que acontece en el antes de… pero algo no encajaba. El mástil de mi querida “Fender” resbalaba suavemente por mis manos, como queriendo indicarme que aquél no era el lugar, y de pronto lo vi claro.
Nunca estuve más seguro de una
decisión, y algunas horas después, con una cerveza en la mano y el acero
chirriando bajo mis dedos, supe que había acertado. El porche de la casa crujía
con el sonido de la madera podrida y el humo de la pipa comenzaba a hacerse
denso, espeso como la bruma que cubre los pantanos, cuando lo que parecía una
desafinada pieza de metal comenzó a emitir la más grande colección de sonidos
con sentimiento que había escuchado nunca.
Me dejé llevar meciéndome al ritmo
que me marcaba la vieja mecedora de madera, intentando acompasar las maderas
rotas y mi dedo metálico, ocupando los espacios vacíos que dejaba cuando
escupía sangre por su garganta, y ralentizando el tiempo para que todo fuese
eterno.
Al día siguiente fueron cientos,
miles los que nos vieron dar lo que nuestra alma llevaba dentro, pero esa noche
infinita, con la luna de testigo y la tenue luz de un viejo candil iluminando
nuestros rostros, el viejo músico me
enseñó lo que es morir en escena, cuando nadie te escucha y todos te sienten,
cuando las lágrimas no pueden soportar tanto derroche de clase.
Mi querida “Fender” me indicó el
camino, sus cuerdas de acero me hicieron encontrarle, y mis dedos intentaron
decirle adiós de la única manera que sabía, mientras le escuchaba entonar
lamentos que salían de su garganta atravesando su armónica.
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