Su corazón ya no latía como lo hacía habitualmente. Su corazón lloraba, y lo hacía por un amigo. Un amigo al que quiso con toda el alma y que un día desapareció de su vida. Pero no fue su amigo quien se fue, fue ella la que tomó el camino equivocado.
Se
conocieron una tarde de otoño. Digo se conocieron porque varios meses antes,
una mañana de primavera alguien los presentó. María le miró y pensó…, no pensó
nada: era simplemente un compañero más. Según le comentó Javier mucho tiempo
después, nada más verla le llamó la atención el desparpajo que tenía para la
edad que representaba (más o menos 20 años) y parecía que no se asustaba ante
nada, que se fuera a comer el mundo.
Aquella
tarde o casi noche de otoño se encontraron mirándose a los ojos, anhelantes,
expectantes. Tuvo que ser María la que con un gesto medio en broma medio en
serio posara su mano sobre la de Javier y, haciendo como que no se había dado
cuenta, esperó a que él reaccionara. En unos segundos sus manos estaban
entrelazadas y despidiéndose de los demás abandonaron el local.
La
noche cerrada les invitaba a pararse cada pocos metros y, aprovechando la
complicidad de las calles estrechas y tortuosas del centro de la ciudad,
saborear unos besos que llevaban mucho tiempo esperando, deseando entregarse.
Fue
un día perfecto que acabó con un beso ardiente en el portal de María y un
“mejor así, hasta mañana” por parte de él.
Los
siguientes meses trascurrieron entre reuniones con amigos, salidas frecuentes,
besos furtivos, caricias suaves y manos que poco a poco se aventuraban bajo las
camisas de ambos.
Fue
una tarde de mayo. El implacable reloj que controlaba la jornada laboral les
“sugirió” que debían recuperar las horas que faltaban para el cómputo mensual.
Se encontraron en la oficina, sin apenas nada de trabajo por hacer. Tras unos
minutos de tonteo, unos besos urgentes bajo la indiscreta y polvorienta mirada
de los libros de registro en desuso almacenados en las estanterías, María le
dijo a Javier “quiero hacer el amor contigo”. Lo que ocurrió a renglón seguido
no lo podían recordar ninguno de los dos. Cuando hablaban de ello, sólo
recordaban que una luz se encendió y descubrió una escena que parecía sacada de
una película americana. María tumbada encima de la enorme mesa de trabajo de su
jefe, con la camisa desabrochada, el sujetador fuera de su sitio mostrando unos
pequeños y firmes pechos y las manos de Javier recorriendo todo su cuerpo.
El
día que María le dijo “no te rías, pero creo que te quiero”, ya era tarde. El
beso intenso de Javier, su abrazo eterno, la ternura que derrochó aquella noche
no podían borrar el papel que decía que María se había casado en otra ciudad,
varios meses antes, con su novio de toda la vida.
Los
dos lo sabían pero se negaban a admitirlo. El qué dirán, el miedo a la
respuesta de su familia, hicieron que un año más tarde María volviera a “casa”
a continuar la vida que comenzó llevada por la inercia y la cobardía de no
enfrentarse a todo y a todos.
Día
tras día, semana tras semana, mes tras mes. No pasó un solo día en que María no
recordara su amor por él. Un amor puro, tranquilo y apasionado a la vez.
Hoy
llora por lo que tuvo y no retuvo, por lo que podía haber sido y no fue. Por su
amigo que poco a poco se hundió en el fango. Por ella que no supo…
Hoy su corazón no late, simplemente llora.
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