Lo
difícil de decidirme para ir a la peluquería suele ser la espera, el desconocer
el tiempo que voy a estar sentado viendo rulos, platas y colores diversos en
las cabezas de las personas (normalmente féminas) que van a adecentarse su
cabellera, porque aunque la peluquería sea unisex, aún no me he encontrado con
otro niño, chaval, joven u hombre que no sea yo mismo (la definición a elegir
según momentos mentales y situaciones varias).
A
pesar de todo, siempre sé la necesidad que tengo de un corte de cabello, en
este caso los inoportunos pelos que se meten por lugares varios del casco de la
moto y que me hacen bastante molesto los distintos recorridos por las vías
públicas, ya que no es de recibo intentar separarlos en vivo y en directo con
una mano mientras la otra intenta dirigir la máquina.
Cuando
tomé el camino de la peluquería, de cuyo nombre no puedo acordarme, el cielo estaba negro, con unas ansias enormes de
descargar su furia sobre mi cabeza (lo haría también sobre otras, pero a mí me
importan bastante poco) pero la decisión estaba tomada y me encaminé con mi
bólido de dos ruedas hacia el lugar de pérdida de peso rápida (unos trescientos
gramos según cantidad de la melena) y una vez allí, en la puerta, aparqué en la
amplia acera para no molestar y que no me tiraran la moto alguno de los
becerros que dicen que saben conducir.
El
empujón a la puerta y el innecesario sonido de la campanita que avisa que
alguien llega me hicieron volver a sumergirme en una parte del universo
femenino realmente fascinante, porque, de nuevo, sólo mujeres giraron la cabeza
para saber quién entraba, algunas diseccionando al recién llegado y otras con
miradas rápidas, incluidas las peluqueras del negocio. Tras advertirme que no
tendría que esperar mucho, lo cual era un alivio, me senté en el lugar usado
para lavar las cabezas, al lado de una joven completamente obsesionada con los
contactos extraterrestres, supongo yo, ya que llevaba extrañas planchas de
papel plata cubriendo toda la cabeza, el mejor comunicador con el más allá.
Como nunca me fío del “ahora mismo te
atendemos…”, tomé de la sección de revistas una de las aventuras de Mortadelo y Filemón, agencia de información,
mi primer “libro” de lectura seria en mi vida, y comencé a devorarlo.
El
humor ácido e irónico de Ibáñez sigue vigente en este jodido espacio de tiempo
que nos ha tocado vivir, y a mí me lleva rápidamente a lugares de mi intelecto
que remueven todo lo que llevo dentro, por lo que sigue siendo un placer
saborear este humor que, siempre que puedo, hago mío.
Como no puedo reírme en voz alta, porque sería demasiado histriónico para las mujeres que comentan los momentos álgidos de la actualidad, esbozo una sonrisa y me trago la risa hacia dentro, y así la primera parte de la visita a la peluquería, el relajarme y tomármelo como un momento lúdico, está conseguida.
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