sábado, 3 de abril de 2021

Volviendo a la realidad VI

 


Cuando el agua nos llegó a la cintura y después de hacer un buen trecho a nado en dirección a las montañas, con las nubes descargando a su antojo todo el agua que querían, Asrán “El rey de la lluvia” consideró que todo debería acabar. Dejó de hacer gorgoritos con el agua, dejó de hacerse el distraído persiguiendo a peces ficticios y recuperando de improviso buena parte del aplomo, se puso de pie en aquel mar creado de la nada y pronunció el conjuro al revés; nuevamente las nubes sordas parecieron no enterarse, pero la gran manada quedó paralizada en el acto. La fiesta había terminado.

Las últimas gotas cayeron tan lentamente sobre nosotros que el sol, ofuscado y vengativo, las traspasó al instante.

Nadamos muchos kilómetros, perseguidos por los maternales abrazos del sol, que había redoblado su mirada; pero sus ojos entre tanta agua eran casi inocentes. Sin esfuerzo, llegamos a la altura de las montañas, pasamos entre ellas sin que la pendiente supusiera esfuerzo alguno. Y al llegar a la cima divisamos EL MAR...

Asrán estaba fascinado, su sueño se había cumplido.

Caminamos en dirección a la ciudad de Rostov, a la que tardamos en llegar quince días; por el camino, comimos y bebimos de la generosidad de los campesinos. Su alegría era inmensa, dado que hacía doce años que no llovía en la comarca; ni las generaciones más antiguas recordaban unas lluvias semejantes.

La ciudad de Rostov era demasiado grande para mí. Las avenidas se cruzaban y entrecruzaban sin que hubiera plazas por medio; era una ciudad dormitorio a la que sus habitantes sólo regresaban de noche para dormir, después de trabajar en las minas de cobre. De día los edificios estaban vacíos, casi todos eran de dos plantas con pequeñas diferencias, como los hermanos gemelos. Semejaban las celdillas de las colmenas de abeja. En ellas no había más que mujeres y niños que pasaban el día en la casa por no haber lugar para jugar. Asrán miraba los edificios contentísimo como si se encontrase en la tierra prometida.

Esta es una tierra rica, me decía.

¿Lo entiendes? murmuraba, mientras caminaba con las manos enterradas en sus bolsillos vacíos.

Decidimos marcharnos a la ciudad de Mariopol, mucho más pequeña que Rostov, pero que resultó más bulliciosa. La mayoría de las casas estaban dedicadas a la bebida; en ellas apenas había letreros que las diferenciaran del resto, las luces eran débiles debido al empalagoso humo. Los mostradores se improvisaban sobre dos toneles entre los que se vaciaban las botellas de ron.



Por la Eternidad y un día (Gracias por los Sueños)

No hay comentarios:

Publicar un comentario