Cuando
el agua nos llegó a la cintura y después de hacer un buen trecho a nado en
dirección a las montañas, con las nubes descargando a su antojo todo el agua
que querían, Asrán “El rey de la lluvia” consideró que todo debería
acabar. Dejó de hacer gorgoritos con el agua, dejó de hacerse el distraído
persiguiendo a peces ficticios y recuperando de improviso buena parte del
aplomo, se puso de pie en aquel mar creado de la nada y pronunció el conjuro al
revés; nuevamente las nubes sordas parecieron no enterarse, pero la gran manada
quedó paralizada en el acto. La fiesta había terminado.
Las
últimas gotas cayeron tan lentamente sobre nosotros que el sol, ofuscado y
vengativo, las traspasó al instante.
Nadamos
muchos kilómetros, perseguidos por los maternales abrazos del sol, que había
redoblado su mirada; pero sus ojos entre tanta agua eran casi inocentes. Sin
esfuerzo, llegamos a la altura de las montañas, pasamos entre ellas sin que la
pendiente supusiera esfuerzo alguno. Y al llegar a la cima divisamos EL MAR...
Asrán
estaba fascinado, su sueño se había cumplido.
Caminamos
en dirección a la ciudad de Rostov, a la que tardamos en llegar quince días;
por el camino, comimos y bebimos de la generosidad de los campesinos. Su
alegría era inmensa, dado que hacía doce años que no llovía en la comarca; ni
las generaciones más antiguas recordaban unas lluvias semejantes.
La
ciudad de Rostov era demasiado grande para mí. Las avenidas se cruzaban y
entrecruzaban sin que hubiera plazas por medio; era una ciudad dormitorio a la
que sus habitantes sólo regresaban de noche para dormir, después de trabajar en
las minas de cobre. De día los edificios estaban vacíos, casi todos eran de dos
plantas con pequeñas diferencias, como los hermanos gemelos. Semejaban las
celdillas de las colmenas de abeja. En ellas no había más que mujeres y niños
que pasaban el día en la casa por no haber lugar para jugar. Asrán miraba los
edificios contentísimo como si se encontrase en la tierra prometida.
Esta
es una tierra rica, me decía.
¿Lo
entiendes? murmuraba, mientras caminaba con las manos enterradas en sus
bolsillos vacíos.
Decidimos
marcharnos a la ciudad de Mariopol, mucho más pequeña que Rostov, pero que
resultó más bulliciosa. La mayoría de las casas estaban dedicadas a la bebida;
en ellas apenas había letreros que las diferenciaran del resto, las luces eran
débiles debido al empalagoso humo. Los mostradores se improvisaban sobre dos
toneles entre los que se vaciaban las botellas de ron.
Por la Eternidad y un día (Gracias por los Sueños)
No hay comentarios:
Publicar un comentario