viernes, 2 de abril de 2021

Volviendo a la realidad II

 


Después de varios kilómetros con la deriva por norte, evitando las aldeas donde el tifus era más feroz que los hombres, mi padre consiguió atravesar buena parte del sur de Rusia. En el camino se quedó una hermana, y el otro hermano que los acompañaba murió en las puertas de la llanura de Manitch, donde el olor a mar casi era irrespirable.

No había desgracia que le hiciera volver la vista atrás, se abandonó a su suerte caminando como un autómata; dejó a un lado los atajos, las depresiones que facilitan la placidez de las piernas y solo en el mente fijó un punto, una moribunda línea recta tan infinita como le fue posible...

Nadie sabe cómo llegó al mar de Azof. Allí conoció a un marinero, que viajaba en dirección a los Alpes Pónticos, donde tenía un tío que se dedicaba a la industria de la madera. Cruzaron juntos el estrecho de Kertch y, atravesando el mar Negro, bordearon el suroeste de Asia hasta llegar al mar de Mármara.

La vida en aquella región parecía muy tranquila, pero sólo fueron los primeros días, hasta que se disipó la fiebre del hijo pródigo.

Asrán, que era como se llamaba mi compañero, era un muchacho fuerte, algo más alto que yo. Lucía un bigote robusto y marítimo, erizado en las quijadas, como un torbellino de mar; su mirada era terrible, tan directa y tan firme que los hombres humillaban los ojos para no desatar su ira. Su tío, para no desaprovechar aquella brabuconería inagotable, le obligaba a realizar los trabajos más fuertes. Ordeñaba, trasquilaba y degollaba cientos de ovejas en una tarde, era un matarife extraordinario. Nada le hacía disfrutar tanto, pero para él, el resto de los trabajos resultaban humillantes. Por la noche, cuando las estrellas brillaban a lo lejos, le encomendaban la guarda de la casa. Su suerte y la mía eran ambivalentes, por un lado compartíamos la intemperie, por otro mi trabajo se reducía al pastoreo.

La vida en el mar era un asco, pero...

¿Dónde estaban los árboles?

¿Dónde el bosque de hayas?

¿Dónde los abedules de finos brazos?

La tala había sido tan indiscriminada...

¿Dónde estaban los animales?

El zorro, el oso gigante, el caballo salvaje...

Se habían marchado todos. Habían EMIGRADO...

Le daba miedo pronunciar aquella palabra. Nunca antes había visto temblar sus labios. Arrugó la frente como los poetas y meditó en el silencio de la noche. Estaba tan apesadumbrado... aquella vida no era para él. Miró al suelo y al ver únicamente tierra, lloró tan tristemente que de su alma se derramaron unas cuantas lágrimas de sal.

A lo lejos. A lo ancho. A lo largo...

La vida siempre era la misma.


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