sábado, 10 de abril de 2021

Amor Salvaje I

 


La campiña se presentaba preciosa, con el frescor de la mañana inundando los sentidos, el verde de la hierba, hierbajos y demás especímenes de pasto formando un manto que se extendía hasta donde la mirada podía abarcar, lo cual no significaba que fuese el fin del mundo, porque mi mirada llega hasta donde llega, no más, y los primeros rayos del Sol ya se atrevían a atravesar las copas de los árboles para avisar que el nuevo día había llegado.

Una pequeña bruma realzaba el paisaje, dibujando una escena típica de una película de intriga, traiciones y desamores, cuando algo ha ocurrido al amparo de las sombras de la noche y se espera el descubrimiento de cualquier cosa terrible o algo va a pasar aprovechando las primeras luces y el sueño que abraza a los humanos.

Aparte de la bruma, el chirriar en mis oídos de los millones de ruidos provocados por los animalitos que ya se aprestaban a hacerse notar me indicaba que me levantara del duro suelo y buscara otro lugar dónde destrozara menos mis riñones, por lo que me incorporé con un esfuerzo extra de mis sentidos y observé todo a mi alrededor, por si pasaba algo digno de tenerse en cuenta.

A fe de ser sinceros, creo que no había nada que pudiera pasar a mi alrededor, encima o debajo de mí más impactante que el hecho de haber dormido con una mujer lobo, pero como se suele decir, “todo es mejorable” y después de esa noche ya me esperaba cualquier cosa.

Mirándola ahora, tumbada sobre la hierba, con el aspecto angelical con el que la conocí en la taberna del pequeño pueblo de Wolf City (que por cierto me podía haber dado una pista por el nombrecito) nadie podía imaginar que entre mis brazos se fuese a despertar una fiera poseída por la maldición de la luna llena, pero pasado el primer susto he de reconocer que la experiencia no estuvo tan mal. Sí que sentí algo extraño cuando en pleno frenesí sexual me animé a devorarle (perdón, a comerle, que parezco uno de ellos) el sexo y el profundo olor que emanaba de sus entrañas me recordaba mis años de cuidador de perros en la granja de mi tío Lica, pero quizás por esa cercanía al mencionado olor no le di la importancia que debía, y continué intentando dejar bien alto el pabellón para darle a esa chiquilla de aspecto maravillosamente femenino (en esos momentos, claro) la mejor noche de placer de su vida.

Paseábamos agarrados de la mano, con ganas de devorarnos (perdón de nuevo, se me debe estar pegando algo) comernos a besos, quería decir, y aunque la notaba inquieta, mirando al cielo y sobre todo al lugar por dónde la luna debía surgir, no tuve en cuenta que sus pupilas se empequeñecían y su sonrisa digamos se hacía más prominente. Me abrazó, tomó mi lengua con la suya, que ya había crecido un poco más, otro detalle que obvié, tan enfrascado como estaba en el placer que debíamos darnos, y me echó al suelo, donde comenzamos los preliminares de lo que se suponía sería (y fue, vive el cielo) la más salvaje noche de amor de mi vida. 

Sin apenas darme cuenta estaba desnudo, nada de sutiles prolegómenos de ropas deslizadas suavemente por el cuerpo, más bien arrancadas sin ningún miramiento por unas manos que no demostraban la fuerza que en ese momento parecían tener, algo que achaqué a la pasión con el que mi compañera quería demostrar lo que deseaba, y una vez desnudos sobre la hierba comenzamos el ritual.

Tomó mi cabeza y la bajó hacia sus piernas, encontrándome frente a un sexo rasurado y precioso que pedía ser devorado, perdón, comido por mis labios, mi lengua, y fue en ese momento, mientras recorría los espacios sublimes de la intimidad femenina, cuando un aullido salvaje rasgó el silencio de la noche, un sonido que me penetró en mis entrañas cuando, en pleno éxtasis, me sugerí a mí mismo que debía estar haciendo el mejor de los trabajos que nunca le habían hecho a mi compañera, sin advertir que podía (y de hecho era así) ser otro el motivo de, digamos, su alegría incontenible.

Cada vez que mi lengua entraba en su cuerpo, y mis labios tomaban su clítoris para saborear el néctar que me entregaba a borbotones con ese peculiar olor que me transportaba a tiempos pasados de granjas, campiñas y perros salvajes, un aullido aún mayor que el anterior atravesaba la noche, sintiéndome orgulloso por lo que conseguía, y comenzando a excitarme de manera también salvaje.

Su esencia me llenada completamente, su cuerpo se movía con convulsiones desconocidas por mí hasta ese instante, y los sonidos de la noche se mezclaban con los jadeos en forma de más aullidos de la mujer que estaba entre mis brazos (aunque esto es una forma de hablar, porque realmente quién se encontraba entre sus brazos, piernas y todo su cuerpo era yo, dado que una chica preciosa, de unos 170 centímetros estaba creciendo por momentos cubriéndome entero) hasta que un pequeño detalle me hizo sospechar que algo iba mal.

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