domingo, 11 de julio de 2021

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La jornada se encaminaba una vez más a ser el sueño dentro de la visión eterna del imaginario mundo de mi interior, y las formas sin forma, los sonidos asonantes, los colores en blanco y negro tomaban su espacio en mi mente y en mi espíritu, mientras seguía meciéndome con el suave balanceo que me envolvía de una calma que antes me era del todo desconocida.

Creímos vivir antes que el viento, pensamos ser más que el volcán, sin embargo no somos más que humildes moradores de todo lo que nos es dado sin saber por qué, y en ese letargo llevado por mi espíritu sí me sentí parte de ello, no quise ir más allá, porque no lo necesitaba.

Para poder sentirnos, debemos creer que existimos. En el centro de mi propio universo, cuando pienso que estoy en contacto con mi alma es el instante en el que veo quién soy y no temo perder mis sentidos, porque existo como yo mismo sé que soy.

Los sonidos que inundan mis sentidos crean música de la nada, esas notas entrelazadas que surgen como si la magia las hiciera aparecer de repente, esas sensaciones que se perciben no sólo por los oídos, sino que penetran en cada poro de mi piel, llegan hasta mis entrañas y me convierten en el privilegiado receptor de sus mensajes infinitos.

En cada parte de lo que me rodea percibo la música, en cada instante que vivo me lleno de música, cada suspiro por el que actúo me lleva a la música, esa parte de nosotros que va más allá de lo que somos, porque nos hacemos con ella.

Para poder sentirnos debemos creer que existimos. Y qué mejor modo de creerlo que extendernos más allá de nuestros sueños por el infinito de nuestras ideas, en la imaginación que nos hace parte de lo irreal, de lo imaginario, de lo que es perfecto porque no puede tomarse. Somos por lo que vemos, lo que tenemos, lo que tocamos, lo que nos sustenta, pero somos, afortunadamente, en igual medida por lo que creemos, lo que soñamos, lo que imaginamos, lo que pensamos.

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