domingo, 11 de julio de 2021

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Mirando por la ventana intentaba adivinar las miles de formas de las nubes que, como en un desfile perfectamente planificado, pasaban delante de mí, cubriendo los campos y las ciénagas; formas que representaban los objetos animados con los que convivía a diario, las especies de animales que me rodeaban y que me habían aceptado sin pedir nada a cambio, los inexistentes personajes de mis sueños más íntimos.

Los colores variaban también a su antojo, el blanco inmaculado de las que se dejaban hacer por el viento, el rosado de las que eran atravesadas por el astro rey, el amarillo de las más cercanas al suelo, que con su silueta marcaban el espacio, el gris de las que avisaban de la llegada de la pura y cristalina lluvia que nos daba el primer paso a la vida.

Como si hubieran encontrado el final de su viaje, todas se conjuntaron en el espacio que ocupaba el paisaje creado por la imaginación, sobre montes nevados y lagos azules, con animales de mil especies y la nada más absoluta, con efímeros instantes de brisas suaves y cálidos momentos de rayos de sol. Una vez decidido el cortejo, se fueron superponiendo unas a otras, sin importar ya la forma, el color, la distancia, y comenzaron a describir movimientos ondulares que junto al viento que las mecía fueron creando sonidos que surgían del Universo, las historias que la Madre Naturaleza cuenta de cuando en cuando, cuando quiere hacerse oír.

Cerré los ojos y la música me penetró, me elevó, y me hizo parte de lo que la creaba. El vacío más absoluto me rodeaba, pero no temía a la ingravidez que poseía a mi cuerpo.

Cuando uno se siente parte de lo que le rodea, y no un extraño, cualquier sentimiento de cercanía entra hasta lo más profundo del ser, y es fácil ver la luz y obviar las sombras.

Los sonidos eran inconfundibles lamentos que el eco en las montañas traía cada mañana, frases devastadoras que el viento llevaba de una era a otra, poderosos latidos que golpeaban en el pecho de todos los seres vivos. El lago se llenó de vida, las nubes les acogieron y los mecieron de un lado a otro, la fina lluvia los empapó, y crecieron en su interior las semillas de los nuevos elementos, todos aquellos que los millones de conjuros humanos nunca pudieron crear.

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