domingo, 7 de marzo de 2021

Caballo de Hierro I

 


Siempre me he sentido fascinado por la imagen de las vías cruzándose, buscándose, jugando entre ellas mientras uno las va dejando atrás, metro a metro, queriendo huir para que no te atrapen pero al mismo tiempo sintiéndote atrapado por las que de nuevo aparecen como por arte de magia.

Quizás sea la parte de mis genes, o de mi sangre que nunca se sabe, que me traspasó mi abuelo, ferroviario eterno de los de bandera roja y olor a carbón, o quizás haber vivido durante más de treinta años a unos centenares de metros de la estación de mi pueblo natal, pero el ferrocarril, lo que le rodea y toda la atmósfera entrañable que se respira me fascina y me hipnotiza.

Y eso que ahora hablamos del siglo XXI, lugar de espacios sin fin y de universos por explorar, de máquinas impolutas de alta velocidad y operarios de uniformes a la última, pero al final, cuando estoy solo con la mirada perdida por la ventanilla, el tiempo se detiene, y la velocidad con la que el tren se desplaza pasa a un segundo plano.

Mi último viaje volvía a ser una vuelta a casa tras un apasionante y brutal (en el sentido más literal del término por la cera que se dieron) partido de balonmano, esa otra pasión que también hace que el tiempo, o más bien mi reloj de la memoria, se detenga (aunque eso es otra historia) y de nuevo me encontré en el andén de la remodelada estación que acoge las últimas novedades en trenes de alta velocidad, comodidad, fashion… un salto al futuro dado por el hombre y que por una módica cantidad de más puedes disfrutar.

Siempre en la vía número tres, siempre el panel luminoso que ahora te descarga empalagosos parabienes además de la información sobre el tren en cuestión, siempre la chica de impecable traje de chaqueta azul que amablemente te corta el billete (aquí ya no se pica nada) siempre la errónea colocación de los que vamos a tomar el vagón tal o cual por indicaciones de otro chico de impecable traje azul, siempre… todo parece igual siendo distinto, terriblemente distinto, ya no veo a mi abuelo sacando con peligro para su integridad medio cuerpo de su máquina de vapor y saludando con su pañuelo rojo, ahora los conductores y jefes de trenes se ocultan tras tintados y espectaculares cristales de diseño (al menos los de la alta velocidad esta del precio módico de más)

Aún así, tantos años disfrutando de paseos por las estaciones, para viajar o simplemente observar a los viajeros entrando y saliendo, me hacen tener esa pizca de cultura retro de los andenes, y disfruto en lo que puedo de los instantes que me transportan de un lugar a otro. No soy de masas, y quince personas esperando en el andén me parecen una multitud insufrible, pero cuando el tren que te va a recoger lleva veinte vagones y dos máquinas, amén de dos bares y algún servicio más, se difuminan por el interior y parece que la comodidad de estar “cuasi” solo te abraza durante el viaje.

A lo lejos, haciendo una curva que enseña el serpenteante movimiento del convoy (esto es algo que no ha cambiado lo más mínimo) observas la llegada del tren y comprendes que de nuevo te han tomado el pelo cuando tienes que andar, y andar, y andar, buscando tu vagón (perdón, el coche) número 10, ese que pone en el billete junto al número de asiento en el que se señala “sentado”. La moderna puerta se abre con el automatismo del sistema de no sé qué, pero que suena muy bien, y tras otro impecable señor de traje azul que toma su lugar esperando, la carga humana que ha terminado su recorrido se desparrama por andenes, escaleras y vestíbulos.

Buscando y buscando, ayudado por los años en el colegio y el fugaz paso por la universidad, encuentro el número y la letra que coinciden con los que están impresos en el billete, comprobando que efectivamente hay una posibilidad de ir sentado, ya que se trata de un asiento con su respaldo y todo, sus brazos para apoyar y algún que otro botoncito para hacer cosas. Es cómodo, muy cómodo, y al menos con espacio para que los pies se estiren sin problemas (es lo que tiene el precio módico de más) espero unos segundos y sin apenas sentirlo el mundo comienza a moverse a mi alrededor.

Los inmensos ventanales me permiten ser un espectador privilegiado de todo el universo que pasa ante mis ojos, y ya no hay cortinas que bajan y suben buscando o huyendo del Sol, los cristales tintados provocan que estés en continuo balanceo con la tierra que atraviesas, y esa sensación es maravillosa. Sin apenas tiempo para calibrar quién me acompaña en este nuevo viaje, ni para indagar en los rostros desconocidos que aún buscan su lugar, los auriculares consiguen aislarme del mundo, y los primeros sones de Mi Música me llevan a tantos años atrás como recuerdos únicos e irrepetibles.

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