Que en Japón te das de bruces con las cosas más inverosímiles es un hecho que no se puede negar, pero que para buscar ciertas emociones, o momentos de placer para los sentidos, también es obligado mirar hacia arriba, es algo que no puede obviarse, porque hacia el cielo se extiende una línea imaginaria donde todo puede suceder.
Un día de lluvia sin pausa, con la noche cayendo sobre Kyoto, y un cartel de lo más sugerente, con un vinilo casi destrozado sirviendo como guía para invitar a las alturas, hacia un rincón (o tres, pero no más de eso) donde la Música, la cerveza, el sake y el humo se mezclaban de una manera mágica.
No soy mucho de jazz, más bien casi nada, pero es una Música que no me molesta cuando el entorno se convierte en un placer para los sentidos, por eso en este pequeño cuchitril en Kyoto, escondidos en un segundo piso donde la habilidad para poder estar era no colocarte encima de nadie (ni que lo hicieran contigo) que el jazz saliera del viejo tocadiscos acariciados los vinilos de décadas pasadas por una aguja que no podía evitar el crujido de lo viejo, no me molestaba en absoluto.
Un espacio para estar donde ni siquiera sus escasas dimensiones te hacían parecer que estabas, porque tras pedir al dueño una cerveza y un sake, éste pareció desaparecer (o más bien ante sus ojos quiso que desapareciéramos) y se enfrascó con la lectura de una revista, rodeado por el humo de su cigarro y acompañado en silencio por otro noctámbulo que sujetaba la barra con su cuerpo.
Durante más de una hora la Música regaba el silencio, sólo interrumpida por el necesario cambio de cara de los vinilos o del disco, Música que te hacía viajar en el tiempo, con el jazz clásico de los años treinta, cuarenta, cincuenta..., ese vaivén de los viejos y desgastados vinilos sobre el plato y la pobre luz que lo iluminaba.
Durante más de una hora, las botellas de cerveza sacadas de un congelador anclado a la nada, regaron nuestras gargantas, el sake ayudó en alguna ocasión, y sentados en un rincón escondido en algún lugar de las alturas de Kyoto, disfrutamos de esa sensación de invisibilidad tantas veces buscada cuando el placer te cubre por completo y niegas la entrada a tu espacio a cualquiera que quiera ocuparlo.
Donde todo es lo que uno quiera, y la nada desaparece con tu mente, puedes disfrutar de la Música, acompañado por lo único que de verdad te hace invisible, que te sientan como uno más donde nadie es uno.
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