Una noche cualquiera y ese lugar al que se
denominaba club para no preocupar a la propia conciencia estaba preparado para
lo que fuese. Pocas horas antes lo que se presentaba como un lugar donde poder
dejarse ir se encontraba sumido en el mayor de los desórdenes, mesas volcadas,
desperdicios por todos lados y la evidencia de que muchas veces las
celebraciones no son lo que debían ser, sino el refugio para escapar de las
frustraciones del día a día.
Todo termina siendo lo que uno quiere, y este caso no era una excepción,
cuando la cavernosa estructura del sucio almacén que hacía las veces de lugar
de encuentro para desfogarse se transformaba en un lugar que parecía un reino
de cuento de hadas.
No puedo dejar de preguntarme, ahora que la distancia y el paso del
tiempo han puesto mi memoria y los recuerdos en su lugar, cómo conseguíamos
introducirnos en el alma de la gente a través de tres micrófonos que sonaban
cuando querían, cuatro altavoces a los que alguna que otra patada soltada con
sabiduría hacían funcionar y cuatro instrumentos conseguidos en la maravillosa
pero decadente tienda de un tipo que sobrevivía gracias al alquiler de lo que
creaban los sueños, o más bien a procurar que esos mismos sueños pudieran
hacerse realidad a través de las manos de varios locos sin sentido alguno de lo
que no fuese disfrutar, amar la Música y pensar que podíamos llegar a
cualquier parte.
Nunca fue un pretexto para hacerlo, simplemente nos dejábamos llevar por
el deseo de quererlo, amar lo que durante tanto tiempo nos había hecho sonreír
aún en los momentos más crueles de nuestra existencia, y es verdad que había
algo de mágico en todo aquello, porque de no ser así hubiera sido
impensable creer que entre el humo, el sudor y las voces de la gente totalmente
entregada, los sonidos hubieran podido surgir (¡y de qué manera!) para
convertirse en lo que durante años, sin faltar nunca a la cita, hizo vibrar las
noches de aquél lugar en un rincón apartado del mundo, pero de nuestro mundo.
Nunca he sentido la complicidad como cuando nos mirábamos antes de atacar
cualquier tema que sugeríamos sobre la marcha, y jamás he vuelto a sentirme tan
vinculado al espíritu de nadie como en aquellos días, cuando los sonidos que
emanaban de los instrumentos acariciados por mis compañeros me atravesaban el
alma, desgarraban mis entrañas y me empujaban para poder llevarme, a su vez,
hasta donde ellos esperaban que estuviera.
Creamos un sueño de la nada más absoluta, y afortunadamente el
paso del tiempo ha hecho que todo quede en blanco y negro, en ese espacio de la
memoria que nunca se borra, y con ello los gritos de todos los que fueron parte
de ese viaje que nos llevó a ninguna parte.
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