En una ocasión (debía estar muy aburrido para
hacerlo) leí un estudio sobre las distintas posturas que se pueden pillar en la
barra de un bar, y según el iluminado que escribía semejante tesis para el
Nobel de Ciencias Sociales, había unas 294; en mis buenos tiempos podía
colocarme y descolocarme, según el grado de alcohol y cansancio, de unas
treinta formas distintas, pero el tipo que ahora estaba a mi derecha, o se
había leído el mismo artículo o no daba con la tecla.
Se giraba, se volvía a girar, apoyaba un brazo,
apoyaba el otro, miraba el culo a la caucásica, miraba las tetas a la morena,
volvía a girarse, volvía a desgirarse, iba, venía, se alejaba de la barra, se
acercaba, daba un pase de pecho a la chica que pasaba delante de él, miraba el
culo de la camarera, de las dos, pero no había forma de que tomara un trago,
porque el tío no pillaba el toque, y así para una vez que agarró la copa de
vino, ¡zas! se lo echó encima, con el consiguiente saltito hacia atrás por el
susto y más vino al suelo, otro saltito y más vino en la barra, hasta que se
debió dar cuenta de lo que pasaba y soltó la copa para seguir moviéndose
inquieto, buscando algo para limpiarse, limpiar... La camarera, atenta a todo,
con esos ojos penetrantes que te acusaban por existir, limpió rauda la zona
dañada y ofreció otra copa al individuo que tras negar con la cabeza pagó y
desapareció del local a velocidad de vértigo.
Las dos camareras volvieron a reír, hasta que una de
ellas se dirigió hacia una pareja que entraba por el ala este del bar para
atenderla, modernos ellos hasta la
yugular y marcando estilo... de ceporros, porque la colega llevaba un moñito
que ríete tú de las muñequitas años 30 y el tipo iba de marca de mercadillo
moviéndose para que se viera el pedazo caballo con el tipo montado haciendo
polo hecho a mano “made in rastrillo miércoles”. Ya colocados, y pedida la
consumición, la tía estaba echando unas miradas descaradas a otro que estaba
sentado enfrente como para darle un toquecito, pero es que el moderno no se
enteraba, él iba a su rollo, luciendo palmito con la cabeza levantada y tomando
posturas para que se le viera, manos en los bolsillos y mirada displicente, por
lo que su acompañante, a la que debía llevar de florero, estaba a echar... lo
que fuera con quien fuera.
La camarera, que no perdía detalle, debía conocer al
chico que estaba siendo violado por las miradas de la tía, y saliendo de la
barra se fue a charlar con él con el pretexto de recogerle la bebida,
colocándose hábilmente en medio del ángulo de visión de la otra y ofreciéndole
descaradamente el culo, por lo que la acompañante del maniquí de feria tuvo que
conformarse con él y sus movimientos.
Volviendo a mi cerveza, que ya no existía, solicité
otra, y en esta ocasión señalando con el dedo lo que había bebido conseguí que
no hubiera confusión, por lo que la segunda pinta me fue servida al tiempo que
dos chicas se colocaban junto a mí esperando ser atendidas.
Yo no sé si el barullo de estos locales, el ruido de
fondo, la que se lía por las idas y venidas, hacen que la gente se crea que
está sola y sin nadie alrededor, o simplemente les importa una mierda hablar de
lo que sea, porque hay que ser no sé qué para comentar con una amiga el último
polvo al lado de un desconocido mientras esperas que te sirvan una copa. No es
que me importe que la gente folle (benditos ellos) cómo follen, la longitud de
lo que sea y el tamaño de los huevos del caballo de Espartero, pero salvo que
esté escribiendo un guión de El Íncubo, donde me doy todas las
licencias, si tengo que hablar o charlar sobre el follar, normalmente me cuido
de que me escuche quien debe, a no ser que esté preparando una tesis (otra) y
quiera saber la reacción del respetable. Estas dos desde luego no sé si una
tesis, pero preocupación porque al que sea se le venía abajo y no había manera,
ni con la boca, ni con la mano, ni con el pie... pues usa el coño, a lo mejor
con el calorcillo se anima, y que claro que se perdía el momento con lo bonito
que había sido lo anterior, la cena, las bebidas, la conversación (y una mierda
la conversación, la otra no se lo creía ni de coña) y en el momento pues nada
chica, que no hubo forma.
La otra, que la escuchaba y se daba cuenta que yo
escuchaba porque estaba como a 30 centímetros (medida oficial, no sexual) de la
que hablaba, se relamía de gusto con el fracaso de la amiga, intentaba hacer
como que la animaba y de paso me miraba por si yo hacía algo, cosa que por
supuesto no ocurrió, Dios me libre de meterme en una conversación “privada” en
medio de un bar lleno de gente sobre los problemas para ponerle la polla (es la
palabra que utilizó la chica fina) dura al amigo después de una noche de
verbena.
Lo mejor vino después, cuando la otra, además de hacer
como que la consolaba, le empieza a dar consejos de cómo y de qué manera, en
plan experta en ponerlas tiesas, y la del fracaso escuchando ensimismada como
no dando crédito a lo que oían sus pabellones auditivos. En un momento dado, y
ya era descarado que también hablaba para mí, se le escapó uno de los consejos
poniéndolos en primera persona, y con ello descubrí que el tipo que no se
ponía, con esta otra sí se había puesto, pero la amiga ni se coscó, así es que
ellas mismas y sus pollas flácidas (¡qué me van a contar a mí de eso!) miré a
la de los consejos, moví la cabeza para dar a entender lo que había pasado y
volví a mi cerveza, que ya se estaba calentando.
Terminado el último trago, solicité la cuenta
evitando la pregunta de rigor ¿Qué te doy? que me provoca la respuesta
de rigor que tanto me cuesta reprimir cuando la escucho en boca de otro, y al
abonar la consumición la camarera, en un alarde de simpatía no expresada hasta
ese momento, se despidió deseándome una buena tarde y me dispuse a salir del
bar.
A punto de dejar “La caña de azúcar”, los
animalitos del zoo, las cercanas galaxias interestelares y algún que otro ser
humano en sus diversas formas de hombre, mujer y algo más, casi me quedo sin un
ojo cuando un descerebrado que intentaba poner en marcha la maquinita para el
tabaco movía la mano como un poseso porque no acababa de hacer “clic”, hasta
que otro que estaba con él le indicó que cada vez que le daba la encendía, cada
vez que le volvía a dar la bloqueaba, y así como unas diez veces, por lo que no
conseguía nada. El berzotas lo intentó de nuevo y esta vez, al pulsar sólo una
el mando, consiguió su propósito. Los compañeros aplaudieron, yo conseguí
concienciarme sobre mi teoría de la involución humana y empujando la puerta
apuré una bocanada de aire fresco que me vino muy bien tras las dos pintas
degustadas entre... digamos, la gente.
La vuelta a mis orígenes no estuvo mal, pero quizás
me pilla mayor algún que otro momento de relax sólo, porque ahora me obligo a
charlar y vivir el momento con quien quiero, y estos, realmente, no se quieren.
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