... demasiado tiempo sin noticias de uno de los
vástagos, otro más que superó las zancadillas del destino para volver a ser,
otro que llevaba grabadas a sangre y fuego las cicatrices del paso por
cualquier lugar olvidado, otro, o uno de los cinco que nos empeñábamos en hacer
crecer el minúsculo espacio que nos dejaban en ese bar que se había convertido
en nuestra vida, al menos durante tres horas cada 96, luchando por nuestro
lugar en el Universo.
Un extraño silencio se apoderó del ambiente, ajenos al resto de los que
disfrutaban con cualquier cosa, simplemente nos mirábamos con rostros de
desasosiego, como si de pronto una fuerza misteriosa nos hubiera petrificado,
dejándonos sin capacidad de reacción, y ninguno de los cuatro supo qué hacer,
qué decir, o cómo actuar; teníamos tan asumido nuestro tiempo cuando llegábamos
allí, sentados en nuestros lugares, alrededor de nosotros mismos y el resto,
que no podíamos imaginar nada que no fuese eso, llegar, solicitar nuestras
jarras heladas, vomitar todo lo que nos oprimía y seguidamente reírnos de
nosotros mismos y de nuestras sombras, el comienzo para sentirnos inmortales,
sabedores de que nada podía afectarnos, unidos por un halo invisible y mágico
que no se podía atravesar, el mismo que desaparecía cuando abandonábamos el
lugar y desaparecíamos en las sombras de la noche tras juntar nuestros cuerpos
en un abrazo que era casi un ritual. Sí, lo teníamos tan asumido...
Fuera de guión, el dueño de ese garito que se había convertido en nuestro
mundo nos hizo una señal, indicando con sus manos la llamada del teléfono, y
uno de nosotros, no importó quién, dejó su lugar, tras demasiado tiempo sin
hacerlo, para ocuparse de algo que, ajeno a nuestro sueño, se había interpuesto
en nuestro espacio. Las jarras se mantenían en su sitio, sin haber apurado ni
tan siquiera el primer sorbo que te llena cuando la espuma aún busca asentarse
en la superficie, y el hielo iba desapareciendo lentamente, muy lentamente.
Tomé con delicadeza la del compañero ausente y la acerqué hacia el centro de la
pequeña mesa, no quería que nada ni nadie se interpusiera en algo que era suyo,
a pesar de no estar.
Seguíamos en silencio, nadie apuntó ni una sola palabra, esperábamos a
otro, aquél que se había levantado para enfrentarse a... no sabíamos, aunque
fuese algo que todos podíamos suponer, el día en el cual alguno de nosotros
dejaría su silla vacía, dejando que la jarra de cerveza perdiera su vestido de
hielo poco a poco.
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