Todos esperamos la llegada de
nuestro compañero, que tras mirar al dueño del bar y abrazarse con él se
acercaba hasta la mesa de forma pausada,
después de colgar el teléfono con un
rictus en su semblante que no auguraba nada bueno. Llegó hasta nuestro rincón,
tomó la jarra del amigo ausente, se sentó en su silla saltándose por primera
vez en años otra de esas reglas no escritas que cada uno sabía cómo respetar, y
levantándola al viento solicitó un brindis por su memoria, por su persona, por
sus recuerdos, por él, un alma herida al que nunca más volveríamos a ver.
Como si una fuerza sobrenatural nos
hubiera abducido todos los recuerdos de
años juntos comenzaron a brotar sin más, olvidando las miserias, los malos
tragos, los años de desvaríos inconfesables, nuestras disputas internas, los
malditos coños que en alguna ocasión se interpusieron entre nosotros, y
perdimos la noción del tiempo porque en ese momento nos sentíamos infinitos,
por encima de todo lo humano, de las inmundicias de quienes nunca habían
aprobado esas horas en las que la cerveza, el sudor, el llanto y la ira nos
hacían ser nosotros mismos, éramos nuestros propios héroes, cada uno con sus
limitaciones, su forma de gritar al viento lo que tenía, pero héroes con rostro
que jamás tuvimos la osadía de escupir al amigo, al compañero, porque cada uno
de los otros cuatro tenía mucho que enseñarnos.
Nadie nos llamó, no podían
disturbarnos; cuando entrábamos en el bar, en nuestro pequeño universo y
tomábamos posesión de nuestra vieja silla el mundo desaparecía y esa noche no
había más mundo que nosotros cinco, a pesar de que uno de ellos no estuviera en
lo físico, porque estaba dentro de nuestras almas.
Fuimos rotando para ocupar la
silla que en ningún momento estuvo vacía, fuimos cambiando nuestras jarras y
apurando la suya uno tras otro, y cuando la noche había entrado hasta ese
espacio en el cual sólo algunos saben vivirla decidimos que había llegado el
momento de decirnos adiós, de nuevo, por enésima vez tras años y años de
mirarnos unos a otros para… vivirnos.
La noche nos tomó entre sus brazos,
cada uno siguió su camino, fuimos reyes en las horas en las que nada podía
interponerse entre nuestras almas, y los cinco, presentes y ausente, volvimos a
limpiar nuestras cicatrices, esas que nada ni nadie puede borrar, las que dejan
los golpes que nunca te esperas, las que están escritas a fuego en la madera de
una vieja mesa en el rincón del bar de siempre, ese rincón donde morimos poco a
poco, lentamente, sin prisas, dejándonos ir hacia el infinito.
Para todos los que creemos que una
vieja mesa puede mover el mundo, los que estuvimos sentados en las mismas
sillas demasiado tiempo pero nunca nos escupimos a la cara, y especialmente
para esas sillas vacías en lo físico, pero llenas de todo lo que nos hacía ser
nosotros mismos. A pesar del tiempo, nada ni nadie podrá borrar esos nombres
esculpidos a fuego en la madera carcomida por los sueños.
Precioso y desgarrador relato.
ResponderEliminarHas definido muy bien lo que es un amigo: alguien capaz de estar al lado de los suyos sin escupirse a la cara, compartiendo lo bueno y lo malo.
Un abrazo.
Ya no los encuentro.
EliminarUn abrazo