Estábamos sentados en nuestro lugar habitual, la
pequeña mesa que nos permitía sentirnos aislados del mundo, aunque el bar
estuviera a rebosar. Sabíamos que nadie que no fuese alguno de nosotros se
atrevería a ocuparlo, era como la norma no escrita que se respetaba sin más,
los años de visitas habituales habían creado esa especie de vínculo entre el
espacio, el encargado del bar y nosotros cinco, los viejos soñadores que aún
nos llamábamos amigos y que resistíamos el paso del tiempo entre nuevas formas
de relaciones, amantes y parejas y ocasionales formas de expresión intangibles
en la red que dominaba el universo, léase internet y sus dioses de rostros
invisibles.
Cinco tipos que dejábamos la puerta abierta a cualquier cosa, pero que
dos veces a la semana, sino más cuando se podía y nuestras obligaciones
personales nos dejaban, buscábamos ese rincón alrededor de la mesa que tenía
grabados todos nuestros recuerdos tras años y años de confidencias para
alejarnos del mundo y respirar, sentirnos, descubrirnos de nuevo y volver a
nacer tras cada jarra de cerveza.
Nada había cambiado después de tanto tiempo, ni las calvicies evidentes
en algunos, ni las arrugas por los golpes de la vida en otros, ni los malos
rollos que en alguna ocasión hicieron zozobrar la nave, nada nos hizo cambiar
nuestra reserva en la hora señalada para volver a enfrentarnos con las caras
que habían sido el espejo de nuestras propias vidas, y allí estábamos de nuevo,
a la espera de la jarra que nos hacía sentir que el tiempo se detenía, que podíamos
volver a arreglar el mundo, que todo era posible si volvíamos a soñar.
Estaba prohibido hablar de las miserias, de los mediocres, de todo lo que
pudiera disturbar la armonía en esa especie de burbuja en la que nos aislábamos
de todo, porque las que llevábamos cada uno ya eran suficientemente duras como
para llenar un tren de recuerdos, así es que, con la mesa rayada por nuestros
sueños no cumplidos, húmeda por el hielo de la cerveza recién servida,
meciéndose con los golpes en sus viejas patas de madera, derramábamos los
acontecimientos de las 96 horas sin vernos y tras la catarsis que suponía
entregarnos a las cuatro almas que nos aceptaban por ser uno mismo, retomábamos
el partido en el minuto exacto en el cual el sonido del silbato nos hizo saber
que éramos dioses, a pesar de no saborear nunca la gloria del triunfo.
Ese día la cerveza comenzaba a calentarse, demasiado tiempo de espera
para una silla vacía, la que se apoyaba junto a la pared para no ceder por el
peso del poderoso trasero que la ocupaba, demasiado tarde para una reunión tan
sagrada como nuestras propias ilusiones, demasiado tiempo...
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