Sentado en la vieja butaca de madera, viendo pasar
los días cuando no quedan fuerzas para levantarse de nuevo, los recuerdos se
agolpan en la memoria como un torbellino de imágenes sin control buscando
establecer las prioridades en un deseo que nunca será de nuevo.
El crujido de la madera y el chirriar de los viejos engranajes perfilan
un paisaje de lluvia pertinaz que cubre el horizonte, con las hojas de los
árboles meciéndose en el viento mientras caen al suelo como en cámara lenta,
formando poco a poco ese lecho amarillento que indica la llegada del dios
invierno, tiempo de temblores, tiempo de gélidas sensaciones que hielan las
entrañas, momentos en los que uno se abraza a sí mismo al no encontrar el calor
del cuerpo que te salve de la miseria, de la podredumbre, de la muerte de un
mundo que jamás volverá.
Hay algo extraño en los ojos, las nubes envueltas en el silbido del
viento cubren el cielo, la lluvia empapa el rostro que espera, las lágrimas se
confunden con los caprichos de la Madre Naturaleza, el final es el principio de
todo, a fin de cuentas nada queda para echarlo de menos.
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