Un beso en los labios y
su cuerpo se alejó por el camino. Se balanceaba con una gracia especial como
bailando sobre la nada y le encantaba verla porque todo se detenía a su
alrededor. Volvió a sus pensamientos mientras el tema de Música que le sugería
tantas cosas le susurraba suavemente, una sensación de ingravidez que
le llevaba por esos mundos en los cuales los sueños podían creerse, una
sensación que se convirtió en el cable roto de un funambulista sin red.
Las horas pasaban
lentamente, apenas se dio cuenta del tiempo, se encontraba demasiado relajado y
hubo de ser una leve brisa la que le sacara de su letargo. Cuando entró en la
casa y comprobó qué hora era fue consciente por primera vez del tiempo que llevaba fuera.
Nunca le importó el tiempo, ese amigo y enemigo por igual según qué ocasiones. El treinta de noviembre siempre se convertía en su aliado; serían las veinticuatro horas de rigor de un día cualquiera, pero para él no era así. Esas horas se transformaban en la eternidad vestida de negros vinilos, recuerdos a flor de piel y lágrimas furtivas que resbalaban por su mejilla.
Ese día, de manera indescriptible, todo se convertía en el color de los sentidos, en el sonido del silencio roto por las notas de la magia, en sus labios tarareando las canciones eternas que le habían hecho, a su vez, sentirse de igual modo.
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