Siempre le había
gustado esa casa, ya desde adolescente había servido para esconderse de sí
mismo y del mundo, una vieja casa abandonada tras los días de
tormenta que hicieron que el poder de la naturaleza se cebara en ella.
Había algo mágico en ella, pero cada treinta de noviembre parecía que la magia inundaba el mundo. Subía la colina con calma, disfrutando del aire y la brisa que normalmente, en esa época del año, hacía que uno se cubriera, y llegaba para buscar ese pedazo de piedra donde se sentía el amo del universo.
No era un día cualquiera, era su día, y lo disfrutaba de la manera que mejor sabía, escuchando sus viejas canciones, recordando los momentos que le había hecho ser poco a poco, paseando por los sueños que su imaginación siempre le ofrecía.
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