domingo, 19 de agosto de 2018

Japón: Cuaderno De Viaje XXIII // Mata Ne


Nuestro último día en Japón, y por ende en Tokyo, nos lo tomamos con mucha calma. Hay cosas que te producen esa pequeña apretura en el estómago porque son lo que te hacen vivir de manera diferente, y viajar a este país es para nosotros una de ellas. 
Con el convencimiento de que volveremos nos decidimos a disfrutar y pasear de todo lo que estuviera (más o menos, siendo el lugar que es) a mano.

Queríamos hacer el "check-in" para llevar todo preparado al aeropuerto el día siguiente, y eso suponía estar en el hotel a las doce del mediodía, de modo que las primeras horas las dedicamos a pasear por Shinjuku. 
Es el barrio que más conocemos, porque nos quedamos en él en el hotel y porque además nos encanta. Esas horas estuvimos por una zona de bares y restaurantes que aún estaba cogiendo el pulso al nuevo día; es brutal la diferencia con la animación que hay por la tarde y la noche, en un entramado de calles estrechas con los negocios dedicados al ocio esparcidos en cada local. Queríamos terminar la noche en este lugar, pero pasear de día es otra cosa.

Sabiendo que dejaría para la tarde los últimos intentos de conseguir discos, tras volver al hotel y realizar los trámites del vuelo, cogimos la línea Yamanote camino de Harajuku, uno de los barrios más extravagantes y frikis de Tokyo. Curiosamente (en esto tiene que ver mucho o casi todo mi Amor) primero visitamos el templo Meiji, como en cada viaje, un espacio que rompe con el entorno del barrio, entre un enorme bosque que da acceso a los distintos edificios que lo albergan. En escasos segundos todo cambia, y la espectacular entrada con árboles y vegetación exuberante te transportan a un universo de silencio y calma.

Al salir fuimos directamente a que nos engulleran las tribus urbanas (que en Harajuku no toman las calles los domingos, sino en el día a día) en Takeshita Dori, donde lo friki, lo pintoresco y lo diferente son una constante. Tiendas, negocios, más tiendas, más negocios, extranjeros afincados para vender... casi todo es posible en este lugar, que desde luego no deja indiferente.
Tras sentirnos un poco más ajenos al mundo, buscamos un lugar para descansar con una buena cerveza. Nos la ofreció una de las calles que dan acceso a Omotesando (la avenida principal del barrio donde se dan cita todas las tiendas de marcas importantes) en un local precioso, pequeño y con un camarero que se empeñaba en hacer su trabajo de manera perfecta.

Tras pasear un rato por Omotesando (visitas a tiendas incluidas) decidimos volver a Shinjuku para apurar la tarde e ir terminando el día. Parada estratégica en Shibuya para despedirnos del barrio y descubrir de nuevo que las horas puntas en Tokyo si se puede hay que evitarlas. Gracias a eso, o porque el día nos lo estábamos tomando de otra manera, estuvimos por calles que no solemos ver (la inmensidad en los barrios te hacen elegir en un viaje como este) en las cuales las casas de citas, los bares, salas de conciertos, locales de alterne y despistados del mundo se mezclan con una facilidad asombrosa y sin disturbarse. Volvimos a la estación para tomar la Yamanote Line hasta Shinjuku, pero era hora punta, y eso por aquí es muy serio.

Tres trenes después de llegar al andén pudimos subir a uno de ellos tras sentir en nuestros cuerpos las imágenes tantas veces repetidas de los señores con guantes blancos "entrando" a la gente en los vagones; la separación entre los cuerpos no existía y después de las tres paradas de rigor nos bajamos en Shinjuku para intentar llegar a la calle. En el trayecto por el andén (atestado de gente) hasta las escaleras que te sacan de allí, al menos pasaron cinco trenes, es tal la frecuencia y el tiempo que dedicamos a salir.

La última visita a tiendas de discos me llevó un par de horas de placer. Sin esperar nada que no fuese darme el gustazo de acariciar los discos, encontré un par de joyas para completar un viaje que en este sentido no se ha dado nada mal, y me di el gustazo de sacar por última vez la lista para entregársela al encargado de turno, que en esta ocasión no tenía el día.

La noche había caído sobre Tokyo, las luces se adueñaban del cielo y nos encaminamos a terminar la jornada hacia el "King Biscuit", un local que descubrimos en el último viaje donde el Blues es el amo y señor del silencio.
Allí disfrutamos con perlas salidas de los vinilos mil veces usados, Blues clásico, de raíces, acústicos, mezclándose con grupos japoneses de buena Música sacada de las visitas a otras tierras y que hacen suya con bastante facilidad.
El dueño nos enseñó varios ejemplares de los discos que estábamos escuchando, me atreví a hablar con él (esto no es así del todo, porque yo le hablaba a mi Amor y ella le traducía al inglés) de Música japonesa y por supuesto de Blues, que el chico controlaba bastante.
Tras un par de cervezas artesanales ("Tokyo Blues" se llama la marca, y no es coña) salimos del local seguidos por mil reverencias y el deseo de volver.

Fue el colofón perfecto al día, a nuestra estancia en Tokyo, la fascinante urbe que todo lo cree posible, y al cuarto viaje a Japón, que esperamos que no sea el último, sino un eslabón más de una cadena infinita.

Al día siguiente nos encaminamos al aeropuerto, trenes, transfer, más trenes, controles de pasajeros varios y dirigiéndonos hacia el cielo tomamos rumbo a casa.






No hay comentarios:

Publicar un comentario