Comenzaba la última etapa de nuestro viaje a ese maravilloso país que nos llena por muchas cosas.
Una última etapa cargada de emociones por varios motivos, el primero porque Tokyo siempre nos sugiere escapar del mundo tal y como lo conocemos; en este viaje se unía que mi vieja pasión cumplía 40 años conmigo y con mi alma, y era una ocasión para disfrutarlo en un lugar inmejorable; además queríamos seguir escudriñando rincones en este universo de treinta y siete millones de personas que nos fascina, porque siempre hay cosas por descubrir.
La distancia entre Kyoto y Tokyo se hace muy llevadera con el tren bala, y si además ya vas cogiéndole el ritmo a lo de moverte en este medio de transporte por Japón, evitar bajarte en Tokyo Station ayuda mucho cuando tu objetivo es el submundo inenarrable de la estación de Shinjuku, desde donde teníamos reservado el hotel a no más de quince minutos andando (una verdadera suerte si hablamos de las distancias que se manejan por la ciudad y que Shinjuku te permite acceder a cualquier lugar) por eso, viniendo desde el sur la estación de Shinagawa era un enclave fundamental para tomar la línea JR Yamanote y llegar a nuestro destino.
Una vez en el exterior, pisando el suelo de la capital, la línea recta hacia el hotel nos recordó dónde estábamos, con cientos de miles de rostros cruzándose con uno, sin apenas rozarte y esquivándose entre sí, semáforos atestados y miles de vehículos entrelazados en las calles. La salida Sur de la estación, que nos llevaba hacia el hotel, se encontraba en una de sus horas punta (porque decir en Tokyo que hay una sola hora punta es tener mucha guasa) y a partir de aquí el distrito de negocios del ayuntamiento, hacia donde nos dirigíamos, era una masa de gente que a modo de una línea continua sobre las aceras marcaba las formas de las avenidas.
Registro en el inmenso hotel (en este viaje habíamos cambiado por falta de habitaciones en el que siempre usábamos) y las ganas por tomar la ciudad nos hicieron salir disparados hacia el mundo. Era mediodía, y decidimos pasar la tarde hasta que anocheciera en uno de los barrios que más nos sugieren cuando visitamos la ciudad, Shibuya y su inmensa diversidad; ahora que está de moda ser distinto, ser uno o una, hacerse notar... seguro que no se conoce ni bien ni mal un lugar como éste, un barrio donde encontrarte dos seres iguales resulta más que complicado, y eso que hablamos de unos 250.000 habitantes amén de los miles y miles que cada día inundan sus calles.
A tres paradas de la JR Yamanote desde Shinjuku, el andén del barrio ya marca tendencias, como todo lo que te vas encontrando por el camino. Sales de la estación y te das de bruces con el cruce más famoso de Japón y uno de los más conocidos del mundo, y tras pasarlo ya nos adentramos en ese mundo alucinante de un lugar donde la hipermodernidad es la seña de identidad de cada esquina. Estuve tentado por hacer una visita a una de las tiendas de vinilos que más me gustan, pero al día siguiente me esperaba el cuarenta aniversario de parte de lo que soy, y podía esperar.
El anochecer en Shibuya atrae a los ojos de manera especial. Todo se enciende y los inmensos paneles y vídeos que ocupan las paredes de las calles son un ataque constante a los sentidos, parte de ese infierno que otros ven como la pasarela al cielo.
Paseamos con gusto entre miles y miles de personas, mi Amor tuvo tiempo y muchas ganas para visitar tiendas y más tiendas en la atestada (a esas horas y entre semana) "Center Gai" y con las luces de neón tomando el relevo a la luz del sol nos detuvimos a degustar una buena cerveza en uno de los lugares que siempre que pasamos por el barrio visitamos.
La vuelta no fue nada compleja, incluso había lugares libres en el tren, lo increíble fue el paseo hasta el hotel con una bruma entre niebla y lluvia fina que cubría todo el ambiente, dando un aspecto fantasmagórico al distrito de Shinjuku ya entrada la noche; parecía que la zona se había perdido en un vacío con un aspecto precioso entre luces, niebla y agua.
Nos esperaban seis días más en una ciudad que nos fascina, pero en pocas horas iba a celebrar algo que da sentido a mi vida desde hace cuatro décadas, y eso no era cualquier cosa, al menos para mí.
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