La llegada a Kyoto tras la visita a Uji tenía un cierto toque de nostalgia. Era la última tarde noche de nuestra visita, y al menos queríamos acabarla con ese regusto de recuerdos que la ciudad nos había dejado en los anteriores viajes.
Pensamos que un paseo por el barrio de Gion podía ser lo más apropiado, y sin hacer parada en el hotel, desde la inmensa y deslumbrante estación central de Kyoto (una construcción que merece la pena disfrutar a pesar de la modernidad que entraña y lo que supone) fuimos hacia el barrio de geishas más conocido de todo Japón.
Como todo en Kyoto y por la enorme suerte que tuvo en la gran guerra, la parte histórica se presenta ante los ojos como lugares donde el reloj se para, y la vida se ralentiza de manera brutal. Ajenos a las primeras visitas cuando llegas por primera vez a la ciudad, intentamos evitar las calles y los lugares más concurridos por los turistas (siendo parte de este enjambre muy a nuestro pesar, por supuesto) y nos solemos perder por los rincones donde el sonido de lo auténtico y los habitantes que residen en la ciudad lo llenan de manera especial.
Gion es como un cuadro de costumbres, te encuentras elegantes señores y señoras que buscan el local específico para la cena dejados en la puerta por los taxis o autos privados, geishas que se acercan a su lugar de trabajo ataviadas y engalanadas (un trabajo de horas, por cierto) solitarios que deambulan por las calles del barrio perdidos en sus pensamientos, los inefables turistas... todo un elenco de personajes que forman la vida diaria de un barrio tan curioso como precioso.
Sin novelas de ciencia ficción ni teorías sobre los mundos paralelos, puedo decir que los túneles del tiempo existen, y visitar Gion sin los agobios de grupos de turistas, perdidos en sus esquinas, es una vuelta al pasado fascinante, por su vida, sus personajes, su olor intemporal.
Paseamos por las calles buscadas sin ruido ni agobios, trazamos la marca de nuestros sueños en las fotos y los recuerdos que la retina hace suyos más allá de las cámaras, y tras un recorrido por los alrededores, vivimos el río de la ciudad en alguno de los callejones que lo esconden y que resultan preciosos, llenos de bares, restaurantes, tiendas y casas de siempre. Restaurantes suspendidos sobre su orilla, pequeños puentes que lo atraviesan en calles estrechas, paseos llenos de vida y de calma al mismo tiempo.
De vuelta al hotel, degustamos alguna que otra cerveza en locales que nos encantan y alguno descubierto en este viaje. Por supuesto no podía faltar la visita a un lugar donde el jazz es la Música que inspira, con discos de vinilo que crujen en el viejo tocadiscos mientras el humo del tabaco (recuerdos de décadas pasadas en nuestro país) te cubre en un espacio en el cual el quinto cliente ya hace que la expresión "lleno a rebosar" cobre sentido.
Paralelo al río dimos con el Blues Bar, como casi siempre en las alturas, en este caso en el quinto piso, un lugar de Música en directo, pequeño y coqueto, con un constante homenaje en forma de fotos, posters y vídeos a Stevie Ray Vaughan, amén de las leyendas del Blues más histórico. Los instrumentos se agolpaban en un rincón y esa noche tocaba concierto de un bluesmen solitario con el que coincidimos en el ascensor (con él y su guitarra apenas cabíamos, pero fue curiosa la coincidencia) y que degustó varias cervezas antes de empezar.
Final de trayecto y el "british pub" Hub fue un cambio de tercio radical. Muy agradable y con la cerveza fluyendo por todos lados para la gente que apuraba las últimas horas del día antes de comenzar el descanso.
Para nosotros era la despedida de una ciudad única y la preparación de la siguiente etapa de nuestro viaje, algo tan especial como necesario para nosotros cuando viajamos a Japón. Tokyo nos esperaba, y esa noche fue un hasta la próxima a Kyoto, el lugar donde la tradición sigue viva.
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