Los diez kilómetros de rigor
habían sido bastante tranquilos, y tras tomar el café de la barra y evitar
quemarme, comencé a leer (hojear diría yo) el panfleto que hacía las veces de
periódico y que por su nombre intentaba ser parte de la enseñanza de primaria
(ABC).
Al ser lo único leíble en el bar donde tomo el café allá por las 7,20
horas, no le hago ascos, y mientras lo
hojeaba llegué a la zona de anuncios varios, encontrándome con una sorpresa.
Una chica bastante artificial, que tenía un número bajo su cuello (y que
deseché tuviese que ver con ningún registro penitenciario) que comenzaba por
906, me invitaba, ya que era yo quien leía, a gozar, llamando al mencionado
número y por un módico precio de €/minuto.
Me estuve fijando mucho en su
cara, y por más que la miraba, la observaba y buscaba en mi memoria, no me
recordaba a nadie conocido, por lo que dejé de interesarme y continué pasando
hojas (de ahí viene lo de hojear, intuyo) hasta que llegué a otra sección,
también de teléfonos, pero con otros prefijos.
Esto del 906 tiene su gracia,
porque no se me ocurre llamar a una chica de una foto, que es inexistente, para
que me cuente lo que yo quiero oír, porque mi imaginación es infinitamente más
sugerente que cualquier tema con un o una desconocida, y para lo que quiera
siempre puedo “colocar” la cara de alguien, digamos, cercano (en estos momentos las distancias las
elimino por propio interés) y así siento realmente el calor.
Cuando llegué a la otra
página, me encontré con otro anuncio, que como ya he comentado, tenía otro
prefijo, el 902, y que reflejaba la imagen de un ser humano anónimo, vestido
con una indumentaria de otras tierras, y esa imagen, ese rostro, no me pareció
en absoluto... artificial.
El anuncio hablaba de alguien que
estaba perdido, y solicitaba una ayuda para encontrarlo. Curiosamente, mientras
me fijaba (ahora sí) en su rostro, tenía la sensación de que se iba
transformando, y tras unos segundos de estupefacción, me di cuenta de que la
imagen era de mi propia cara, la misma que veo cada mañana cuando me levanto,
pero con ropas y atuendos distintos.
Cerré los ojos, los abrí y allí
seguía yo. Volví a cerrarlos, miré a mi alrededor, me situé en el bar de cada
mañana, con la misma gente y los mismos “bostezos” de cada día, pero cuando
volví a mirar el anuncio, allí seguía mi cara.
Lo más curioso de todo (y ya
estaba siendo todo demasiado
curioso) es que segundos después comenzaron a pasar rostros de personas
conocidas, seres humanos maravillosos, con los que antaño tuve relaciones
únicas, increíbles, gente a los que tuve la suerte durante una época de mi vida
de llamar Amigos, y que fueron marcando los distintos pasajes de mi existencia.
Nunca llamaré a ese 902, ya no
creo en los que ponen los anuncios para salvar a la humanidad, sabiendo que
aún hoy cada cuatro segundos alguien anónimo, sin cara... artificial, sigue
muriendo porque sí, sin razones, pero al menos sé que en mi mente, aún
sintiéndome perdido, continuando la búsqueda que intento cada día para no sé
qué, de vez en cuando vuelven los rostros que me hacían sentir calor, paz,
calma, sean antiguos o actuales, sean reales o desaparecidos, y no me hacen
falta, ni me interesan por ahora, esos que te ofrecen quemarte, estar caliente,
vivir la aventura de tu vida (sobre todo cuando la aventura es mirar la
entrepierna y creerte un afortunado).
Creo que el rostro de la
fotografía que anunciaba la pérdida ya no existe, será otro ser anónimo que ha
muerto, pero todos y cada uno de los rostros que pasaron ante mí mientras la
miraba, incluido el mío, estarán vivos hasta que yo desaparezca.
Hace tiempo que dejo que las
noticias menos importantes resbalen por mis sentidos y no lleguen, y según
esté mi espíritu, ironizo, dejo escapar mi humor ácido o, simplemente, creo que
hemos tocado fondo.
Si el 906 da dinero, mucho dinero, y el 902 cuesta lo que una llamada
local, no tengo ninguna duda de que el perdido seguirá perdido para siempre,
y el que busca su alma en los burdeles modernos la encontrará en el susurro de
una voz, el olor de un coño perfumado o la caricia de una mano enguantada.
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