Caminaba por el sendero tantas veces recorrido. En esta ocasión había
salido a sabiendas de un encuentro que nunca se produciría, conocedora del
adiós sin palabras y la soledad en la cama vacía.
Necesitaba andar por el mismo lugar que tantas veces provocaba que su
corazón latiera mucho más fuerte, conocedor del encuentro furtivo en el lugar
donde compartía sus sueños con ese amor que había llegado a su vida sin avisar
llenándola de todo aquello que le faltaba.
No era un día más, a pesar del Sol acariciando la piel en la mañana, sus
labios no dibujaban esa sonrisa que sentía cuando los pies desgranaban cada
metro de la pequeña vereda que la acercaba al refugio con sus emociones
desbordadas, el deseo peleando por no parecer tan ansiosa como su corazón dictaba.
Su rostro estaba frío, sereno por el dolor tantas veces pasado, pero frío, sin
una mueca de más para no expresar a nadie ni siquiera a ella misma ese desgarro
que la atravesaba entera.
Al llegar al lugar donde el camino se estrechaba no sintió la hierba
acariciar sus pies, no dejó la vista perdida para vislumbrar el pequeño refugio
que tantas veces le había devuelto la vida, no hizo ni tan siquiera el ademán
de querer que todo fuese una pesadilla y que en el momento de abrir la puerta
despertaría en su lecho de rosas junto al cuerpo desnudo que había amado. No
hizo nada porque estaba inerte, muerta en vida, sin el color de la piel que
acariciar, sin los labios húmedos por la pasión, sin esos dedos que recorrían
cada rincón de un cuerpo entregado a quien le dio otra oportunidad para ser ella misma.
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