Tras la travesía, hacia mucho de lo que debería ser menos lo que realmente es, del día anterior, la mañana se presentaba interesante. La ruta de viaje que mi amor había preparado nos hacía tener por delante lugares que no suelen estar en los planes de los visitantes ajenos a Japón (sin contar a los viajeros que no se conforman con las guías de viaje, por supuesto)
Como casi siempre en nuestro caso, el tren como medio de transporte y gracias a la tarjeta que los extranjeros podemos conseguir por semanas y que te da acceso a una red inmensa de este transporte, nos permitió en poco tiempo llegar a un lugar que parece la entrada a una puerta lejana en el tiempo, Kurashiki. Con casi medio millón de habitantes, que para Japón la convierten en una pequeña ciudad, se trata de un lugar histórico situado junto a la desembocadura del río Takahashi, que le da la vida y mucho del sentido de lo que es.
Pasear por sus calles, especialmente la zona histórica y todo lo creado alrededor de los puentes y el río es deslizarte por el tiempo sin saber nada de fechas y relojes, porque todo parece detenido en un pálpito que se convierte en ajeno a lo que es el discurrir normal de la vida de cualquier ciudad japonesa.
En este lugar el frenesí lo da el sonido del agua, el discurrir de las horas en un cuadro de otras épocas, la tranquilidad de lo que es más allá de la propia ciudad. Al margen del impresionante museo Ohara, que en un espacio parecido a un palacio neoclásico alberga obras de una colección privada donada a la ciudad de artistas grandes y clásicos, llama la atención la parte histórica conservada con un gusto exquisito, que guarda la forma de vida de épocas pasadas, con canales donde confluyen calles derramadas hacia el río, que datan del período Edo y que aún conservan los almacenes donde se guardaban los productos (especialmente el arroz) que llevaban al puerto.
La Honmachi Higashimachi, un entramado de calles conservadas como eran siglos atrás, son un desvarío emocional para sentirse transportado sin remedio a otros tiempos, sin desentonar la Música que sale de alguno de los negocios que ahora ocupan sus locales, habitualmente japonesa (supongo que para dar un toque más de autenticidad al lugar)
En uno de esos locales, una casa particular de una encantadora señora que había hecho de su hogar un lugar de descanso a modo de café, degustamos una cerveza helada con (increíble por la estampa de lo que nos rodeaba) los sones de Música Rock de clásicos de los setenta, que nos envolvieron en cada sorbo y nos hicieron recuperar las fuerzas para volver.
Paseo hacia atrás buscando el próximo tren, entre galerías, vistas del río y más guiños a una época de esplendor que en Kurashiki se niegan a perder, entre visitantes japoneses, algún despistado como nosotros y lo que nunca puede faltar en Japón, grupos de colegiales que aparecen y desaparecen por muy lejano, remoto o ignoto que sea el lugar donde te encuentres.
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