Decidió que lo suyo había terminado. Quizás había alargado demasiado la necesidad de amor por lo que sentía, quizás ese amor era una deuda que su alma necesitaba pagar.
Nunca había sabido dónde llegar. Ni se había planteado que la sala llena fuese una forma de vida que le absorbía; simplemente se negaba a sí mismo la capacidad para emocionar y a su vez emocionarse con lo que recibía.
Fue la última vez que subió los cuatro escalones que le conducían al paraíso; sus botas desgastadas por la tierra de los polvorientos caminos querían dejarle ahí, sentado en el viejo taburete de madera aferrado a su inseparable compañera de viaje. En esta ocasión no fue más allá de lo que su instinto le incitaba, tampoco miró hacia el lugar donde las entregadas almas esperaban ansiosas la primera nota arrancada del acero tras el silencio obligado tras la ovación.
Sentía ese alivio del que sabe y desea, el vacío en el estómago justo antes de comenzar para terminar algo. Se encaminó al centro del escenario, y tras comprobar que su voz continuaba rota por el cansancio de muchas décadas gritando al viento sus propias miserias, acarició con mimo a su compañera, en otro momento previo al beso entre dos amantes, y el universo volvió a abrazarle una vez más.
La piel rozaba el acero como si quisiera pedirle perdón por adentrarse en lo más íntimo de un cuerpo entregado. Una nota, otra más, el suave susurro que escapa hacia el aire para llenar a todos los que esperan, y poco a poco la mística de la Música atravesando los confines de los sentimientos.
Una lágrima furtiva escapó de su mejilla; la dejó caer y el imperceptible sonido sobre la cuerda le supo a gloria, como si por primera vez una parte real de sí mismo se metiera dentro de lo que él provocaba cuando sus manos se deslizaban por la guitarra.
El tiempo estaba de su lado. Marcaba el final y el principio de todo, jugaba a su antojo con las emociones y lo que surgía de la nada cuando se sentía vivo, como ahora. Uno tras otro los temas fueron desapareciendo en la memoria, cada acorde final de despedida provocaba que se fueran para siempre, y cuando decidió que era el momento, sólo le quedó la última mirada a un patio vacío que había vendido su alma al diablo para despedirle por fin.
Acarició el cuerpo de su compañera, se incorporó con esfuerzo del viejo taburete, recorrió de vuelta los escasos metros hasta los cuatro escalones y sin volver la cabeza desapareció de la misma manera que hizo tantos años atrás, cuando escapó de sí mismo para comenzar un sueño, el mismo que ahora enterraba entre los ecos del último tema.
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