A veces las melodías llegan, se quedan para siempre y nunca más vuelven a significar lo mismo.
Un aburrido viaje en autobús que ya se me hace eterno, frikis y personajes que no saben lo que es llevar dos horas consigo mismo para no molestar, y en el MP3 (soy muy antiguo, por eso voy por el 3) comienzan las notas del "Lady In Black".
La voz turbadora y sensual de Byron penetra en mis entrañas sin dificultad y esa atmósfera fantasmagórica que las acústicas van haciendo crecer recrean lo infinito dentro de una historia que nunca llega a descifrarse. La dama de negro me abraza, me ocupa y posee, y mis sentidos se van de este mundo mientras el entorno sigue su mediocridad habitual, sus conversaciones fuera de todo, sus devaneos con la cultura de lo casposo y la enigmática manera de crecer hacia atrás del intelecto humano.
Es la primera canción que me gustó de manera individual, el primer tema que supuso algo más allá del propio disco, esos momentos en los cuales repetía hasta la saciedad una y otra vez la melodía para intentar, desde los quince años, que algo me llevara más allá de mi propia existencia. "Lady In Black" abrió las puertas a lo que no debía ser y sin embargo era, escuchada en la intimidad de mi pequeña habitación casi a escondidas cuando las madrugadas eran prohibidas, con el bajo de Gary Thain recorriendo el traste con una elegancia que abrumaba, y la sintonía de esas palabras creyéndome en el centro de mis propios sueños.
A veces, a pesar de los años, el tiempo y lo que nos supone, treinta y siete años no son nada y la nada es la eternidad en un instante, un momento o cuatro minutos de gloria contenida en una canción que dice todo porque no se puede decir de otra manera.
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