Al levantar la moderna persiana, como cada mañana, las luces de los
primeros momentos del día se colaban por la ventana, anunciando desde hacía
pocas semanas que el cambio horario y la inclinación de la Madre Tierra nos
acercaba a la época veraniega.
También como cada mañana dedicaba unos segundos a contemplar el aspecto
de la calle, avenida según los callejeros, y observar casi las mismas escenas
de escasos automóviles y transeúntes bostezando por los primeros momentos sobre
el asfalto. Observaba los escasos pisos de los bloques enfrentados al mío,
queriendo suponer que los que se encontraban tras las ventanas me observaban al
mismo tiempo, e intentando averiguar sus pensamientos con respecto a mis
primeros minutos en una jornada de trabajo más. Los negocios aún cerrados y los
semáforos repetitivos acababan con mi curiosidad, y segundos después me
encontraba tras mi mesa de trabajo, preparando lo que sería otro día de
papeles, llamadas y visitas inesperadas.
Ese día, sin embargo, algo cambiaría para siempre mi vida, o al menos
parte de ella, porque ese día, porque sí, sin razón aparente alguna, una serie
de acontecimientos me llevaron a descubrir algo único, excepcional y mágico.
La mañana transcurría con normalidad, incluso el desayuno había sido
tranquilo, pero sin saber por qué, al volver del mismo, justo antes de subir de
nuevo a la oficina, me quedé fijo en la tintorería que había justo enfrente del
portal, y que se encontraba en línea recta con mi mesa de despacho. No supe por
qué me llamó la atención, ya que era una imagen mil veces repetida en mi
retina, cada vez que miraba hacia la calle, pero algo, no supe qué, me hizo
perder el hilo de lo que comentaba con mi compañero y girar la cabeza hacia
ella. Ya en mi puesto de trabajo un cierto desasosiego impedía mi
concentración, y siempre buscaba la imagen de la fachada de la tintorería, como
si una fuerza extraña me animara a ir hacia allí. Ante la imposibilidad de
centrarme en mi trabajo, dejé unos minutos que mi mente se despejara, y me
quedé mirando, a través de la ventana, la puerta, las ventanas y un poco más
allá.
Nunca me había fijado en la gente que entraba y salía, ni siquiera en
el nombre del negocio, pero en esos momentos mis ojos escudriñaban cada
centímetro de pared, cada reflejo en el cristal, e intentaba “investigar” a los
que veía entrar, calculando el lapsus de tiempo que permanecían en el interior
del local. No fueron muchos, pero me quedé obnubilado, e intenté volver al
trabajo para no quedar en evidencia ante mis compañeros, porque no sabía el
tiempo que llevaba pasmado ante el cristal.
Me sorprendió que nadie en la oficina hiciera comentario alguno, e
incluso tuve la sensación de que no se daban cuenta de mi forma de actuar, como
si el ritmo cotidiano de una jornada más incluyera algún despiste en ese
sentido, pero sabía que algo no encajaba. Mis compañeros pasaban ante mí como
si estuviera, pero no haciendo lo que realmente hacía, sino algo que yo no
acertaba a comprender, como si una figura igual que mi persona estuviera
ocupando mi lugar, mientras mi auténtico yo deambulaba por la sala con total
autonomía. Esa sensación me inquietó al principio, pero tras unos gestos
provocados para comprobar lo que sentía, decidí aprovecharme de ello.
Me acerqué de nuevo a la ventana, justo en el instante en el que un
chico joven, de aspecto desaliñado, entraba en al tintorería, y en ese instante
me percaté de algo que, por evidente, nunca había visto; ninguna de las
personas que entraban en el local portaba paquete alguno, ni bolsa, ni nada que
pudiera servir para llevar lo que, en pura lógica, se lleva a una tintorería,
ropa para limpiar, y ninguno de ellos salía con algo en las manos, simplemente
hacían el recorrido inverso, pero nada más (o al menos eso era lo único que yo
sabía). Esto fue lo que me decidió, y al comprobar de nuevo la “ausencia” de mi
persona en la oficina, bajé hasta el portal, y tras unos instantes de duda me
encaminé hacia la acera contraria, atravesando a las bravas la avenida que
separaba los dos edificios.
Delante de la puerta, por primera vez me interesé por la fachada, sus
colores, el rótulo con el nombre, las distintas pegatinas a modo de anuncio que
cubrían los cristales, y me acerqué lo suficiente como para comprobar la
aparente normalidad del negocio, aunque seguía habiendo cosas que no encajaban.
No pensé nada extraño, ni me planteé el posible peligro que pudiera entrañar ir
más allá de la curiosidad, porque la sensación de necesidad que sentía por
averiguar qué era o qué pasaba podía más que las dudas (que nunca aparecieron)
así es que, aprovechando que una señora de mediana edad entraba en el local, me
fui tras ella.
Como había percibido desde fuera, la apariencia de normalidad era la
nota dominante, allí se encontraba el mostrador con una amable y sonriente
chica que atendía a los clientes, las enormes máquinas para lavar la ropa, los
distintos utensilios para colgarla una vez preparada, el inconfundible olor a los
productos que limpian y dan esplendor, en fin, todo lo relacionado con un
negocio, la tintorería, que es lo que es y nada más. Sólo había un detalle que
llamó poderosamente mi atención, más bien era “el detalle”, porque se trataba
de la pieza que no encajaba en toda aquella apariencia de normalidad; por
ninguna parte se veían prendas, ningún tipo de ropa, fuese preparada para
limpiar o ya terminadas, lo que e hizo recordar de nuevo la imagen repetida de
las personas que entraban en el lugar sin nada aparente para dejar, y que
salían, de igual modo, sin lo que supuestamente era la razón de su visita.
No tuve tiempo para más elucubraciones, porque la señora terminó su
charla con la chica y desapareció tras una puerta, por lo que me acerqué a la
mesa que servía de mostrador y una sonrisa de oreja a oreja me recibió. La
chica se quedó mirándome a los ojos, y mientras una de sus manos sujetaba la
mía con dulzura, comenzaba a rellenar mis datos en una pequeña ficha ya
preparada, datos que yo no le iba diciendo, y que sin embargo no se alejaban ni
un ápice de la realidad. De nuevo la sensación de inquietud se apoderó de mí,
pero la dulzura de la chica, su imagen irradiando paz y tranquilidad, la calma
que me transmitía con su mano sobre la mía, hicieron que desapareciera en
segundos, y simplemente me quedé mirándola, aprovechando de vez en cuando para
seguir los datos que de forma constante completaban la ficha.
Allí aparecieron mis datos personales, mis relaciones, mis deseos más
profundos, mis debilidades, mis locuras, mis instantes de amargura, mis
emociones... todo lo que yo, como persona y ser racional, era capaz de ser,
hacer o desear, y todo con un exactitud que ni siquiera yo mismo, por la
superficialidad de algunos hechos, conocía tan a fondo.
Cuando la ficha pareció completa, la chica me invitó a seguirla hacia
la puerta por la que había desaparecido la mujer que me precedía, y mientras le
cedía amablemente el paso, me quedé mirando las perchas metálicas vacías de
prendas, las grandes máquinas vacías de ruido, los trabajadores que parecían
vacíos de ocupaciones. Ni siquiera me permití analizarlo, simplemente me dejé
llevar por el ansia de satisfacer mi inquietud, la misma que me llevó allí, y
la misma que me hizo seguir adelante.
Una vez atravesada la puerta, me encontré en un largo pasillo, que
parecía iluminado (no sabía si de forma natural o artificial por desconocer las
tonalidades que mis ojos percibían) y con puertas a los laterales; estas
puertas carecían de manilla para entrar, y en una de ellas, la chica me invitó
a pasar, me indicó que permaneciera sentado, y que esperara, simplemente que
esperara.
Acomodado en la butaca preparada para la espera, mis ojos se cerraron
como si supieran que tenían que hacerlo, y no luché contra ello, no me sentí
animado a abrirlos, quería que las sensaciones que me “invitaban” a hacer lo
que hacía siguieran así, guiando mis hechos, porque no tenía ninguna razón para
dudar de todo lo que me estaba pasando.
Pasados unos minutos, mi cuerpo se relajó completamente, y una especie
de somnolencia me invadió, un letargo que adormeció cada músculo de mi ser pero
que mantenía mi mente despierta, a la espera de lo que viniera, y lo que vino
fue la sensación de que lo más profundo de mi ser, el lugar donde guardo lo
íntimo, lo propio, lo único que me hace ser yo mismo, mi alma, comenzó a
desprenderse de mí, llevándome, o yendo ella misma, por los confines del
Universo, en un viaje maravillosamente irreal que me hacía vagar por los
entresijos de mi propio ser.
Todos los sentimientos se hicieron uno, y comenzó a desgranar la parte
oscura de ella misma, desprendiéndose de esos instantes, fugaces o no tanto,
que hacen que cualquier ser humano flirtee con la mediocridad, con lo brutal,
con el animal en instinto puro que llevamos dentro, y noté la ligereza de ser
volátil, la levedad de las pasiones, los deseos más profundos rodearme y
hacerse uno conmigo, o con lo que consideraba que era yo. No sentía nada, y al
mismo tiempo lo sentía todo, como en un sueño, como en la captura de datos cuando
quieres hacer tu propia revisión de vida, se entrecruzaban todos los instantes
que me habían hecho ser quien era, mis desmanes, mis momentos de infinita
inspiración, mis instintos más crueles, mis actos de amor supremo, y giraba
alrededor de ellos, y mi alma, ese ente supremo, dirigía los pasos, como
sabiéndose la única valedora de lo que mi intelecto consideraba el bien y el
mal, o lo que era incapaz de considerar.
El infinito se apoderó de mí, el tiempo se relativizó hasta el extremo,
pero la inquietud desapareció, la calma, la paz, la tranquilidad, inundaron mi
espíritu, y de nuevo, tal y como se desprendió, mi alma volvió a mí, se hizo
parte de mi ser, mi esencia se sintió completa, y volví a recobrar la noción de
lo que era como ente, mis dimensiones humanas, y sentí descansar de nuevo mi
cuerpo en el lecho en el que se había convertido la butaca.
Poco a poco, lentamente, mis ojos volvieron a sentir, se abrieron, y me
sentí bien, tremendamente en paz conmigo mismo, o lo que era lo mismo, me sentí
yo mismo, una sensación de encuentro que buscaba hacía demasiado tiempo.
La puerta de la estancia se abrió ante mí, y los colores desconocidos
se hicieron de nuevo dueños de lo que me rodeaba, me sentí llevado por el
pasillo, y atravesé la puerta para llegar hasta la sala donde la tintorería se
hacía real, un local de utilidades humanas, o no tanto. La chica tomó mi mano,
y en ese momento todas las inmundicias que me hacían ser el ente que no quería,
los desechos de mi propia existencia, todo lo que repudiaba de mi persona se
desprendieron de mi esencia y se diluyeron en una de las grandes máquinas, que
como un inmenso animal las engulló para siempre. Una luz cegadora me rodeó,
noté de nuevo mi yo más íntimo, mi alma, estremecerse en mi interior, y me
sentí ligero, limpio, en paz conmigo mismo.
Mis pies en la acera me devolvieron a la realidad, aunque dudaba de que
aquella fuese la misma que abandoné antes de entrar en la tintorería, y
cruzando la avenida llegué hasta la puerta del bloque de mi oficina. La
sensación de inquietud había desaparecido por completo, ni tan siquiera tenía
necesidad de mirar hacia atrás, y en breves instantes me encontré de nuevo en
mi lugar de trabajo, ocupé mi puesto y mis compañeros volvieron a verme en el
lugar que ocupaba, percibiendo mi cuerpo como siempre, como una continuación al
antes de... porque no sabía si todo aquello había existido.
Seguía sintiéndome ligero, volátil, pero mi mente circulaba más allá de
la velocidad del pensamiento, buscando, indagando, yendo y viniendo. Mientras
una de mis manos buscaba el ratón del ordenador para realizar una tarea, la
otra notó el roce delicado de unos dedos sobre los míos, y sin hacerlo
físicamente, noté como caía en la silla de mi mesa de trabajo, junto a los
papeles de siempre, escuchando las voces de siempre, con el sonido del teléfono
martilleando mis oídos.
Un cruce de líneas, unos instantes de pausa en el trabajo y la mirada
perdida al otro lado de la avenida, donde un negocio vulgar, una tintorería,
había desaparecido de mi vista, de mi vida, de ...
Donde está ese lugar? En qué dimensión? O quizás está dentro de nosotros?
ResponderEliminarMe gustaría encontrarlo.
Un besazo.
Busca, quizás lo encuentres en la acera de enfrente.
EliminarBesos