Cuando voy a un concierto (no voy mucho porque los anormales despliegan en ellos todo tipo de sabiduría mal entendida) siempre espero que haya una barra cerca. Y no es porque necesite ponerme hasta arriba de cerveza para estar bien escuchando, es que poder apoyarme en algún lugar y si se tercia pues beber ese néctar de los dioses me sugiere y mucho por si acaso.
Leí por casualidad en un cartel que "Los Malequines" se dejaban caer por mi ciudad para rememorar los años en los que eran un grupo más que digno haciendo Hard Rock, y habían elegido un pequeño pabellón para desempolvar instrumentos y ganas después de dos décadas sin subirse a un escenario.
Me llamó la atención y tras comprar la entrada en el bar de siempre (soy un clásico, qué se le va a hacer) el día de autos me encaminé hacia el río, en su orilla derecha, donde seguía en pie ese lugar de tantas y tantas jornadas de placer escuchando Música con los amigos.
Pasados los sesenta ya eliges (o elijo, que no quiero generalizar) mucho estos pequeños momentos que por el destino, la casualidad o las ganas de algunos de no dejar de disfrutar con lo que aman, pueden llevarte a un viaje intemporal a través de tus sueños, y en este caso me lo tomé así.
De los cinco componentes del grupo faltaba el inmisericorde aporreador de la batería, "Ma" que no supo parar a tiempo y ahora estaba contando versos sobre universos paralelos en una institución cerrada al público, pero el resto estaba ahí sobre el escenario sacando los instrumentos para ver qué pasaba.
Media hora antes del comienzo anunciado me encontraba ¡cómo no! perfectamente ubicado en la barra dispuesta para la ocasión, con mi codo derecho apoyado, la cadera sujetando (para que no se descojonara el chiringuito montado de aquella manera) y la primera cerveza a punto de ser saboreada. Poco a poco el local se fue llenando, casi todos teníamos caras de incrédulos y de "A ver qué pasa" hasta que a la hora señalada las luces se apagaron y "Los Malequines" hicieron su entrada en el escenario a través de una cortina del año 60 (el siglo no lo recuerdo) de unos cien kilos de peso para comenzar su concierto.
El saludo al viento y a los que estábamos allí de "Qui", el vocalista, me hizo concebir esperanzas, porque se le veía feliz, como si fuera la primera vez que acariciaba un micro. El resto del grupo, tenía el mismo aspecto de felicidad, salvo el nuevo batería, un chaval que podía ser nuestro nieto y que con un rictus serio estaba a la espera de poder aporrear lo que tenía bajo sus manos.
La voz comenzó a susurrar las estrofas de uno de sus temas eternos, "El viento nunca sopla a favor" y los acordes de la guitarra de "Le", un virtuoso que nunca pudo llegar donde se merecía, dieron por comenzado el concierto.
De pronto y sin previo aviso, el tema que servía para soñar se convirtió en una carrera contra reloj porque al chal de la batería (inquieto él) le dio por marcar un ritmo desenfrenado y salvaje que nadie, ni el propio grupo, se esperaba.
Apuré la primera cerveza y pedí otra, ya que me imaginaba que aquello, vistas las caras de los cuatro, no estaba muy en el guión, y en el segundo trago de la segunda "El viento nunca sopla a favor" dejó de soplar y la Música se cortó en seco. Bueno, en seco cortaron la voz, la guitarra, el bajo y el maravilloso Hammond, porque la batería seguía dale que te pego mientras el crío parecía haber entrado en éxtasis.
El grupo no daba crédito, los que estábamos allí quedamos petrificados por la alevosía del tipo ese, y la barra fue poco a poco llenándose a la espera de que el primer tema terminara en algún momento.
Tras varios intentos (amenazas incluidas con el micro sobre la cabeza) para que parara de aporrear y poder seguir, "Los Malequines" bajaron del escenario y se dirigieron hacia donde ya estábamos todos, es decir, en la barra que hábilmente el del local extendió (visto lo visto) para que pudiéramos caber todos en un par de filas un poco apretadas.
Cinco cervezas después (eso yo, algunos bastante multiplicadas) y treinta y cinco minutos de la demencia como demostración de la angustia vital de un energúmeno a los timbales, los cuatro componentes del grupo nos ofrecieron la opción de un concierto acústico en la entrada alrededor de nosotros mismos, y mientras se escuchaba a lo lejos (no tanto) los truenos que siguen a los rayos en momentos de amalgama interestelar, los que estábamos allí disfrutamos de la vuelta de un grupo y del buen Hard Rock que nos habían preparado.
¡¡Explicar la Música es como explicar el silencio!!